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Crónica desde el Festival de Cannes (28-05-2013)

Spielberg no estaba en competición, pero cualquiera lo diría, porque gran parte de la prensa se ha empeñado en darle un protagonismo que no tenía, por mucho que fuera el presidente del jurado. No dejan de parecerme absurdos los comentarios tipo “todos nos preguntamos qué pensará Spielberg” o “la duda es si un jurado presidido por Spielberg le dará la palma a una película lésbica”, cuando en otros años no suponía una duda existencial profunda quién fuera el presidente del jurado. Y recordemos que el presidente en muchas ocasiones termina viéndose incapaz de imponer su criterio a sus compañeros. Ya le pasó algo parecido a Clint Eastwood, que es tan americano como Spielberg, y hasta más duro (aunque todo parece indicar que el “tío Steven” en esta ocasión sí se ha hecho valer).

En cualquier caso, esos comentarios tanto de la prensa española como de otros países lo que denotan es un complejo de inferioridad tremendo. El cine se inventó en Europa (en Francia, más en concreto), pero adquirió su narrativa más popular (insisto, la más popular) gracias a Griffith, que nació en Kentucky, como el pollo. Y en esta edición de Cannes, el cine americano ha ganado, porque tanto en su versión hollywoodiense (“Behind the candelabra”, “The inmigrant”, “Inside Llewyn Davis”, “Like father, like son”, “Borgman”, “Grigris”, …) como en su versión independiente neoyorquina (“Nebraska”, “Only lovers left alive”, “Un castillo en Italia”, “El azul es un color cálido”, etc.) ha dominado la programación de la sección oficial y, lo que es peor, el palmarés.

Sí, ha ganado el cine americano, lo digo y subrayo en este párrafo, tras un par de jornadas pensando en ello y más de 24 horas tirándome de los pelos por el palmarés.

Dejando de un lado el “Asunto Spielberg”, creo que los que amamos el cine como lenguaje debemos plantearnos una primera reflexión: ¿por qué el único director de la sección oficial con vocación autoral propia, Paolo Sorrentino, no ha recibido un solo galardón? Dejamos al margen algunos apuntes de auténtico autor que mostró un Jia Zhangke que con su nueva película empieza a copiarse a sí mismo con, además, ciertos delirios de grandeza que le llevan a querer mostrar toda China en una sola obra.

En cualquier caso, el ninguneo a Sorrentino (y su minusvaloración por la crítica generalista) nos lleva a la reflexión más importante. ¿Corre peligro el autor en el cine contemporáneo? Angelopoulos se nos murió hace poco, Bela Tarr se retira, Kiarostami fue recibido el año pasado con indiferencia, Apitchapong (el de “El tío Boonme …”) presentó el año pasado fuera de concurso una especie de mediometraje (y lo cito porque se supone que es el relevo, pero en fin …), Van Sant tarda cada vez más en hacer sus películas personales, etc. ¿Corre peligro el autor?

Y ya puestos una pregunta dirigida directamente al festival, ¿por qué la película más arriesgada, emotiva y diferente se ve en “Una cierta mirada”? “La imagen que falta”, del camboyano Rithy Panh, es un documental con muñecos de madera -tal cual- y no entiendo las razones que lo han llevado a la segunda división de Cannes, un festival que en su día premió al (llamémosle así) documental “Fahrenheit 9/11”.

Estas primeras preguntas son sólo una introducción, pero también son un deseo de que tú (lector) y yo (que escribo estas cosas) estemos atentos a cómo puede marcar este año Cannes la dirección del cine (lo hace todos los años y cada vez más) y sobre todo cómo puede influir en el cine que llega a nuestras pantallas, si es que todavía nos quedan pantallas. La mayoría de las productoras de cine se juegan su futuro en estos once días que dura el festival (incluso en menos, en los apenas siete que dura el mercado) y todo lo que en él ocurre va a condicionar lo que veamos los espectadores e incluso cómo lo veamos.

“El azul es un color cálido” (así se va a titular en España), de A Kechiche va a ser una de las películas del año. Es la ganadora de la palma de oro y en un día ha pasado de convertirse en “uff, la película que dura tres horas” a la casi unánime ganadora para la prensa. Y digo casi porque algunos pocos resistimos impasibles al supuesto embrujo de esta cinta dirigida por un tunecino, producida en Francia y con muchos dejes del cine más intrascendente americano.

¿Es una mala película? No. ¿Es tan buena como dicen? Tampoco. Su primer problema es el tiempo, no el que dura, sino cómo se mantiene en tu cabeza tras verla. Le pasa igual que al clásico “blockbuster” americano. Mientras la ves, te entretiene, después de verla empiezas a tener sensaciones encontradas, finalmente la analizas y te das cuenta de que te han intentado manipular desde la primera secuencia. En definitiva, se trata de una película empapada de una ideología buenrrollista y políticamente correcta que no deja de hacerla dogmática. Te dice cómo son las cosas y cómo deben ser y creo que entre fotograma y fotograma sale de la pantalla la mano de Kechiche para mover tu cabeza y que asientas. El trabajo actoral es impresionante, las escenas de sexo lésbico muy largas, los encuentros en las discotecas prescindibles y los personajes secundarios así como las situaciones, terriblemente tópicas.

Lo peor es que todo esto lo hace a base de un guión que sigue las clásicas reglas de duración de los tres actos, puntos de giro y línea de la acción del cine americano. ¿Qué hace para evitar las clásicas caídas de ritmo del segundo acto? Poner sexo, que así tiene entretenido al espectador. No digo que sea mala idea, pero en el fondo es muy banal y carece de estilo propio.

Frente a ello, tenemos una película con un estilo muy forjado, muy consolidado, muy sólido, muy todos los adjetivos de este tipo que encontréis, que es la de los Coen. “Inside Llewyn Davis” es todo lo contrario, mientras la ves te da la sensación de que estás viendo un musical con apuntes del estilo sombrío a la par que irónico de los Coen. Pasan los días y no te la quitas de la piel. Vuelve, te atrapa, te enreda, la recuerdas y toda tu vida se ve rodeada por esos claroscuros, por la barba sin cuidar de Llewyn, por su guitarra, etc. No crean nada nuevo, siguen siendo ellos, los Coen. Pero la película es sensacional.

Como sensacional es “Nebraska”, la película de Alexander Payne, que venía de rodar “Los descendientes” con George Clooney, que ha trabajado también con Jack Nicholson y que en esta ocasión no quería estrellas, quería iluminar su obra con un blanco y negro roto, quería dar valor a todos los personajes que ilustran la intrahistoria de la América profunda, ésa que tanto despreciamos desde Europa, creyéndonos superiores (pero inclinándonos ante Spielberg), cuando lo único que tenemos que hacer es darle la mano a Payne para que nos lleve a escuchar a sus protagonistas. Bruce Dern se ha llevado el premio al mejor actor, y sólo el tiempo nos dirá si es poco, muy poco balance para una cinta que tiene uno de los finales más encantadores que hayamos visto en mucho tiempo.

¿Hace falta irnos a Irán para ver una película que no siga los cánones del cine americano? La verdad es que no, pues Farhadi ha hecho “El pasado” íntegramente en Francia, casi en su totalidad en francés y le ha dado a Bérénice Bejo (la Peppi Miller de “The Artist”) el premio a la mejor actriz. Es curioso cómo un director iraní termina haciendo una obra que es una clara heredera de la tradición del “cinéma de qualité” francés, ese cine al estilo de las obras de teatro, con una importancia capital de los diálogos, con los que juega Farhadi en ocasiones (las puertas, las ventanas nos ocultan conversaciones que intuimos) para realizar la obra más francesa de la sección oficial, una película que de por sí bastaba para que otras (“Michael Kolhaas”, “Un castillo en Italia”) hubieran buscado mejores sitios donde presentarse por su falta de calidad.

Por cierto, del premio como mejor director a Amat Escalante no pienso hablar. Con lo que iba a decir lo mismo le daba a su director por revolcarme sobre vómitos, meter mi cabeza en excrementos, quemarme los genitales o cosas similares. Porque si hace eso con sus actores, qué no haría conmigo que pienso que ha dirigido un despropósito con la única intención de provocar.

De Zhangke ya he hablado algo, sólo añadir que lo peor de su película es el guión, donde ha dejado que se colara lo menos loable de su co-productor (Kitano) mientras mantenía su fascinante capacidad para encuadrar parajes que nos da la impresión en occidente de que explican parte de China. Él no se queda contento con eso y hace una película, “Touch Of Sin”, compuesta de diversos episodios violentos con los que intenta explicar cómo es China hoy en día. Y se pasa de ambición, por supuesto.

Y llegamos a “Like Father, Like Son”, de Kore Eda. Un director al que me da la impresión de que le va a pasar lo que a los buenos de verdad, que no se les reconoce como se debe su obra y que dentro de unos años mucha gente se tirará de los pelos (que no sean muchos, para que queden algunos pelos) diciendo: “¿por qué no premiaron a Kore Eda por tal y tal película?”. Porque alguien ha decidido que en el cine los detalles (en los que él es un maestro) no importan, porque ha hecho una historia muy japonesa (la importancia de la naturaleza, compartir el baño con los hijos, etc.) con un estilo tan comprensible (sí, tan aparentemente “americano”) que hemos creído que entendíamos todo lo que decía. Y me da la sensación de que nos (y digo “nos”) hemos quedado a medias.

Dicho lo cual. Quizá no fuera la mejor película del festival (tampoco lo han sido las de Polanski y Jarmusch, de las que no he hablado, con lo bien que me lo he pasado con ambas), pero sí la única que daba esperanzas a los que vamos a ver “cine de festival” a un festival de cine, y se han olvidado de ella. No os olvidéis vosotros. La película buena -de momento-, la que de verdad indaga en la especificidad del lenguaje cinematográfico e incluso (ya lo avanza en su título) en la belleza en sí es la de Paolo Sorrentino: “La grande bellezza”. Es un delicioso banquete de travellings, steadies, grúas y todo lo que sirva para hacer planos secuencia espectaculares que armonizan deliciosamente con la música, es un elogio a la ironía, a la cultura, a la desilusión (al menos aparente) y a la estética. Es un trabajo que se disfruta mientras se ve, conforme avanza la película y una vez que acaba, y pasados los días, y las semanas. Es una película espectacular y al mismo tiempo quizá la más cercana al arte de toda la sección oficial.

Ha triunfado (ya lo había hecho en la selección) el cine americano, el que te marca la senda que debes seguir, el que enseña y entretiene (como “El libro gordo de Petete”), el que nos lleva al cine a pasar un rato (¿os suena eso de “yo no voy al cine a pensar”?), el que simplemente agrada, el que no arriesga. ¿Y sabes qué? A mí el cine americano me fascina, me apasiona, pero no es el único cine que amo. Y veo un peligro, sí, el peligro de que pensemos que el lenguaje del cine es exclusivamente su lenguaje.

El año pasado ganó el señor que siempre sabe dónde colocar la cámara. Este año el señor que sabe moverla (Sorrentino) se ha ganado mi corazón y mi cerebro, y el señor que sabe cómo poner en escena unos muñecos de madera, el que nunca podría mostrar la imagen desgarradora que falta, el que sufrió en sus carnes el régimen de los jemeres rojos ha obtenido el reconocimiento de todo el mundo, ha hecho que las musas se arrodillaran a su paso y, personalmente, se ha ganado mi amor. Hablo, cómo no, de “La imagen que falta”, de Rithy Panh.

Antonio Peláez (Director de Radiocine)

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