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Crónicas desde el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria (14 de Marzo de 2015)

Avalado por el compromiso de erigirse en un destacado “lugar de encuentro para público y cineastas”, pese a los rigores que impone contar con uno de los presupuestos más austeros del circuito (en torno a los 300.000 euros para la presente convocatoria), el Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria arrancó ayer su 15ª edición con viejos retos y renovados esfuerzos. El historiador y crítico Luis Miranda, hasta hace pocos meses coordinador de programación del certamen y uno de los principales impulsores del proyecto desde su nacimiento a principios del nuevo milenio, toma el relevo de Claudio Utrera en la tarea de dirección. La apuesta se antoja clara: ampliar las posibilidades de una maquinaria engrasada y en funcionamiento, que busca ampliar la asistencia de público a los espacios de exhibición sin tener que renunciar al ideario substancial de su propuesta.

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Clara, sí, pero nada fácil si consideramos las múltiples embestidas mediáticas (muchas de ellas, sobra decirlo, sustentadas en motivos completamente ajenos al debate cultural) que suelen hacer mella en este tipo de propuestas. En este sentido, vaya por delante el apoyo de Bandeja de Plata a Luis Miranda y su equipo, cuya labor nos hace seguir soñando un año más con una ciudad “imaginaria” en la más radical acepción del término. Toda ayuda por nuestra parte será siempre poca.

Entrando ya en materia, en la mañana ayer asistimos a la puesta de largo de la Sección Oficial, que este año presenta un programa compuesto por catorce largometrajes a concurso. La andadura hacia el galardón se inició en el escenario tradicional de los cines Monopol con la proyección de dos títulos muy diferentes. Tanto en su argumentario (pretendidamente renovador en el primero, claramente político en el segundo) como en su concepción estética.

The Forbidden Room

the forbidden roomFilmada a dos manos junto al también canadiense Evan Johnson, ‘The Forbidden Room’ ahonda en la línea habitual del inclasificable Guy Maddin, cuyo trabajo viene siendo reconocido en las últimas décadas por sus irónicas referencias al cine mudo alemán, la serie B y el exploitation fiction. Tras una explosiva presentación de títulos de crédito, una cita extraída del evangelio de San Juan nos predispone hacia el lisérgico carrusel de imágenes que veremos a continuación: «Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: Recoged los pedazos que sobran, para que nada se pierda» (6:12). A partir de aquí, y tomando el texto como premisa, la película se disgrega durante algo más de dos horas de metraje en una narración deslavazada, frenéticamente orquestada a partir de pequeñas historias sin ninguna voluntad de encaje o verosimilitud. Un alocado collage atravesado por puertas giratorias que hurgan (y esto último lo decimos en un sentido absolutamente literal) en los rincones más extravagantes del cuerpo y la memoria.

En este contexto, cualquier boca, o mejor dicho, cualquier “agujero”, se nos presenta como una posible puerta de paso hacia nuevos relatos: un desagüe conecta una bañera con el interior de un submarino, seguido de una cueva habitada por una extraña secta de hombres-lobo, un cráneo trepanado, un cráter, un útero (!)… A cada nuevo escenario, la acción responde con nuevos personajes cada vez más y más estrafalarios, encarnados por rostros inesperados como los de Geraldine Chaplin, Charlotte Rampling, Udo Kier o Mathieu Amalric.

Maria de Medeiros en The FOrbidden Room

El conocido juego de las cajas japonesas, la una alojada en la otra “hasta el vacío”, se nos antoja la imagen más próxima que podemos ofrecer para describir el trabajo de Maddin y Johnson. Porque lo cierto es que detrás de todo este torrente de formas abyectas, colores saturados y textos sobreimpresos en los que se constituye la piel de la película, no hay “nada”. Al menos, nada que exista más allá de la mera superficie de las imágenes, de su mera apariencia. La tarea de reconstrucción propuesta al inicio por los autores, aunque estéril en términos narrativos (la observación del todo no proporciona una lectura más coherente que la de cualquiera de sus partes por separado), se vuelve tarea obligada para un espectador dispuesto a sucumbir bajo la hipertrofia desmesurada del montaje. El resultado es una obra excesiva, capaz de provocar hilaridad y abatimiento a partes iguales. En todo caso, carente de cualquier propósito más allá del (supuesto) placer estético que imprime en la mirada la excitación alucinógena de sus imágenes.

Citizenfour

citizenfourEn un extremo radicalmente opuesto al anterior, nos encontramos con la siguiente película presentada hoy a concurso. Hablamos de ‘Citizenfour‘, firmada por la estadounidense Laura Poitras y reciente ganadora del Oscar en la categoría de Mejor Largometraje Documental. La película, todo un alegato político a favor de la privacidad y las libertades individuales, pivota en torno a la figura mediática de Edward Snowden, el joven empleado de la NSA que informó de las actividades de espionaje masivo a nivel mundial, llevados a cabo por el gobierno de los Estados Unidos a través de los programas de vigilancia PRISM y XKeyscore.

Tras varias semanas de preparación, Poitras asistió con su cámara a los encuentros confidenciales de Snowden con el periodista del diario The Guardian Glenn Greenwald, que se produjeron en un hotel de Hong Kong en junio de 2013. El film se completa con un exhaustivo repaso por los antecedentes y los efectos políticos posteriores a dichos encuentros. Todo ello presentado de una forma más que correcta, con una alta calidad de edición y una cuidada selección de imágenes. Tanto que llega a resultar desalentadora. El tono decididamente aséptico empleado por Poitras, marcado por esa extraña sensación que produce sentir que no hay nada que sobra o falta en el interior del encuadre, con todas esas líneas, sombras y luces perfectamente estudiadas, denotan el afán de imponer sobre la realidad de las cosas los efectos de una sólida pericia técnica. Una forma de mirar que resulta, quizá, demasiado objetiva, demasiado fría, demasiado quirúrgica. Incluso tratándose de un tema tan poco “humano” como éste.

Edward Snowden en Citizenfour

Pese a todo, un pequeño oasis emerge en mitad de este páramo de imágenes anestesiadas. En su tramo central, el montaje recoge algunos momentos de soledad de Snowden, captados por la cámara en su habitación de hotel durante las horas muertas antes y después de cada entrevista. Sus silencios, su mirada perdida ante la pantalla del ordenador, sus primeras reacciones ante la difusión televisada de su imagen, sus tics paranoicos ante los movimientos y sonidos externos… Es en estos breves momentos vacíos (aun a sabiendas de que muchos de sus gestos delatan la impostura de aquel que se sabe observado) donde encontramos el verdadero valor testimonial de la película, al dibujar un retrato en tiempo real del personaje que escapa a la mera reconstrucción utilitaria de los hechos. Aquello que tiene lugar mientras todo ocurre, mientras la Historia continúa imparable su propio curso, se revela por un instante más importante que la Historia misma.

Aythami Ramos

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