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El bosque del lobo (1970)

Poster El bosque del loboNota: 8

Dirección: Pedro Olea

Guión: Pedro Olea, Juan Antonio Porto

Reparto: José Luis López Vázquez, Amparo Soler Leal, Antonio Casas, Nuria Torray, Alfredo Mayo

Fotografía: Aurelio G. Larraya

Duración: 87 Min.

‘O lobishome’, el hombre lobo, es una figura que posee vitalidad en el folclore de Galicia, perpetuada por la tradición oral en numerosos relatos acerca de su presencia maléfica en el territorio. En su antología Leyendas tradicionales gallegas, el escritor Leandro Carré Alvarellos registraba una procedente del concello de Cervantes, en Lugo. Sencilla, supersticiosa y moralizante en su concepción -como acostumbran a ser aquellas ligadas a encantamientos y apariciones sobrenaturales-, la historia es, en puridad, un cuento de redención espiritual de un hombre que maldice a su hijo por simple brutalidad y que repara su triste afrenta empeñando contra ella su propia vida. En cierta manera, El bosque del lobo es una película donde este concepto de redención es literal -en su simbolismo religioso- y, de hecho, viene intermediada por la bendición eclesiástica, gracias a la cual un pueblo se lava “por dentro y por fuera” dando caza al enemigo impío que mora en ella: el hombre lobo, obviamente, encarnación del pecado contra Dios y contra la moral establecida. Sin embargo, esta visión religiosa predominante está perennemente ensombrecida por el desarrollo de los acontecimientos, la atmósfera cultural donde se insertan y el espinoso discurso que trasluce de la conjunción de ambos. Sobre la intensidad que logra obtener Pedro Olea en la realización de esta explosiva aleación, valga un solo dato: a pesar de recibir un galardón en el festival de Valladolid, que por entonces ostentaba la coletilla de certamen religioso y de valores humanos, el almirante Luis Carrero Blanco, horrorizado por su visionado, trató de prohibir su estreno.

El bosque del lobo adapta la novela El bosque de Ancines, de Carlos Martínez Barbeito, que a su vez reconstruye con licencias uno de los más sorprendentes episodios de la España negra: los asesinatos de Manuel Blanco Romasanta, conocido como el hombre lobo de Allariz, autor confeso de la muerte violenta de trece personas, todas ellas mujeres y niños, y cuyo juicio tuvo en vilo a la sociedad española del siglo XIX. Descrito como un individuo de imagen honrada y pusilánime, algunos investigadores elevan la cifra de sus crímenes hasta la veintena, rodeando además sus hechos de una niebla de morbo y misterio que transita desde la esquizofrenia hasta un extraño síndrome de intersexualidad, pasando por el influjo de alucinógenos como el cornezuelo del centeno. «Me caí al suelo, comencé a sentir convulsiones, me revolqué tres veces sin control y a los pocos segundos yo mismo era un lobo», declaró el propio Romasanta durante el proceso judicial tras el que le condenaron al garrote vil, si bien la propia reina Isabel II intercedería en su favor para mutarle la pena capital por una cadena perpetua que cumpliría en la cárcel de Ceuta hasta el fin de sus días.

Los ojos de José Luis López Vázquez en El bosque del lobo

El filme de Pedro Olea -guionista asimismo junto a Juan Antonio Porto, tataranieto del abogado defensor de Romasanta- surge y se cierra desde una canción de ciego. Podría ser una de las que se compusieron inspiradas en la fascinación por el personaje, que es leyenda nacida de la leyenda. El bosque del lobo, no obstante, combina ese atractivo malsano que produce la bestia humana con la indagación en las raíces de su mal, que este sí es enteramente antrópico. La introducción sienta las bases de la narración, fundada sobre una tierra miserable, todo rezos e ignorancia, moscas y mierda, en la que la crueldad es espectáculo -un ambiente de atraso e irracionalidad, en parte heredero del negativo pintoresquismo que pesa sobre Galicia en el resto del país y que se diría apetecible para que el antirreligioso Luis Buñuel se hubiese inclinado a abordarlo, intuyo que otorgándole una pátina de patetismo burlesco al protagonista al estilo de lo que hiciera en La vida criminal de Archivaldo de la Cruz, sobre un psicópata también cargado de complejos católicos y freudianos aunque, por su lado, en constante ‘coitus interruptus’-. Sea como fuere, esa es la cuna desde donde da su primer paso la película del director bilbaíno, avanzando luego por medio de una hábil elipsis que parte observando una inocencia asustada y se congela en una bestialidad desesperada, que se deleita con el gusto de la sangre. Se abre el plano detalle de los ojos y aparece tras de ellos el rostro común e inofensivo de José Luis López Vázquez, la encarnación del español medio. Uno de nosotros. El cambio de registro del actor juega a desconcertar por tanto al espectador, que lo asocia a la comedia costumbrista y desenfadada. Un giro copernicano que derrumba certezas preestablecidas y que, en el cine del país, podrá apreciarse por ejemplo en la elección de Alfredo Landa para protagonizar El crack o en la manera en la que Enrique Urbizu emplea a Antonio Resines a partir de Todo por la pasta. En este sentido, la caracterización del personaje, de dientes desproporcionados, prognatismo, oscuras ojeras y feroz vello facial, podría entenderse como una decisión contraproducente para consolidar esa asimilación del personaje con el ciudadano de a pie, presuntamente incapaz, como el Norman Bates de Psicosis, de matar a una mosca. O para que el talentoso intérprete madrileño hubiese potenciado la empatía, sino el desamparo o la ternura, que sufre el personaje y que aflora con vehemencia en determinados momentos. El efecto pretendido, intuyo, sería el de redoblar esa extrañeza que produce toparse con López Vázquez en un filme de semejante oscuridad moral.

Benito Freire -como se rebautiza a Manuel Blanco Romasanta- encadena los capítulos de su infamia viajando de iglesia en iglesia, de catedral en catedral. La llegada al primer pueblo del buhonero -sempiterno foráneo, sempiterno extraño, sempiterna amenaza-, se enmarca bajo la sombra de la cruz, y la anuncia un toque a difuntos. La religión, decíamos, es la fuerza que en realidad mueve las acciones que se suceden en la obra. Es el principio y el final. La comunión entre religión y asesinato en serie es un rasgo frecuente en el subgénero, que se rastrea en clásicos como La noche del cazador, que después se vio especialmente popularizado a partir de Seven y que en España se manifiesta con esmerada contención en una cinta reciente, Caníbal, donde el homicidio y el consumo de la carne conformaban una devota liturgia asimilada al sacramento de la eucaristía. En El bosque del lobo es el elemento que amalgama este retrato hosco y apesadumbrado donde el hombre caza al hombre -al hombre diferente, en concreto-, lo que ocurre al pie de la letra en cuanto llega el turno de la catarsis colectiva. Aquí, plasmado con rotundidad estética y vibrante discurso, el cristianismo comparece en el escenario entremezclado aún con palpitaciones paganas -los rituales persistentes y las costumbres atávicas, como el círculo de letanías y plañideras en torno al ataúd; la ascendencia de los ‘saludadores’-. El diálogo entre ambos se reproduce con fuerza, producto viciado de este microcosmos dominado por la penuria, la muerte y la desesperanza. Un espacio anacrónico envuelto en el luto eterno, que se desahoga por medio del disfrute de la violencia, de la deformidad interna y externa y, en definitiva, de una doble moral enfermiza, reconcentrada en unos núcleos poblados que arrojan fotogramas que parecen pinturas sórdidas de Velázquez o Goya, y que se oponen a la apariencia bucólica de las fragas y los bosques gallegos, milenarios dueños de los misterios de la existencia, inmaculados frente a las desviaciones surgidas de la historia de los hombres. Contra el realismo atroz, son una fuga de fantasía liberadora.

El bosque del lobo

Cuando Freire mata, lo hace en el bosque. Con su mano convertida en zarpa, parece asirse a la tierra, deidad arcana, al tiempo que consuma su pecado, que uno no sabe si es canibalismo licántropo o necrofilia. Olea rueda el impulso homicida con premura, raudo y atropellado por una música desafortunada, fruto de su época y en confrontación directa con la esmerada composición de los planos o el deje literario de los diálogos -a decir verdad, es el probablemente el único recurso tópico de la función-. Quizás hubiera debido tomarse mayor tiempo en cultivar la tensión previa al ataque, acto que en otras ocasiones hasta se atreve a elidir con autoridad. También influye, claro, la prohibición del censor a la explicitud en las escenas de asesinato y antropofagia. Pero, en cualquier caso, recordemos que su interés se orienta, y con mayor fortuna formal y argumental -aunque con un punto de ingenuidad, vista desde el hoy-, en la vertiente psicológica de la historia, construida mediante la conjugación del remordimiento y la pulsión presente con su sustrato antropológico y personal pasado, el cual se plasma en flashbacks febriles que retratan el calvario de Freire, donde creencia y brutalidad son todo uno. La naturaleza dual del hombre lobo, considerado por algunos paisanos como hijo torcido de Dios, simboliza de nuevo la doble moral que anida en el alma humana. Y que se expresa de nuevo a través de los ojos angustiados de una criatura que es victimario y es víctima, que se transforma porque lo transforman desde la mirada y la represión ajena.

“Yo siempre digo que no hay Óscar que supere a la gozada de haber vencido al propio Carrero Blanco, estrenando una película que quiso prohibir”, declararía Olea en una entrevista. La realidad española se empeñaba en trazar un arco de unión entre un oscurantismo que no cesa a lo largo de los siglos.

En 2004, Paco Plaza readaptaría la historia de Manuel Blanco Romasanta en su película Romasanta, la caza de la bestia.

Víctor Rivero

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