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El caníbal que invocó a Sir Alfred Hitchcock

canibal_poster_promocion1Nota: 8,5

Dirección: Manuel Martín Cuenca

Guión: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (Novela: Humberto Arenal)

Reparto: Antonio de la Torre, Olimpia Melinte, María Alfonsa Rosso, Manolo Solo, Delphine Tempels, Joaquín Núñez

Fotografía: Eduard Grau

Duración: 116 Min.

Aunque pueda parecer obvio, Manuel Martín Cuenca no es Brian de Palma. Esta afirmación carecería de sentido si el cineasta español no hubiera convertido su novena película en un flagrante homenaje al cine de Alfred Hitchcock. Sin embargo, la sutileza en la ejecución diferencia notablemente ambas formas de rendir pleitesía al maestro británico. Y es que, al contrario que en el cine del americano, la armonía y la sencillez son el denominador común de las resonancias hitchcockianas que salpican el metraje de Caníbal.

Sin ir más lejos, el Norman Bates de Antonio de la Torre parece encontrar su hábitat natural en la oscuridad que le proporcionan las primeras secuencias del film. Condenado a la soledad de planos individuales (casi siempre en interiores: la iglesia, la sastrería, su piso y su coche) en los que apenas interactúa con otros personajes, y a reencuadres claustrofóbicos en pasillos y quicios de puertas que delimitan su prisión espiritual, Carlos acecha sigilosamente a sus víctimas antes de encender el motor de su vehículo (siempre premonitorio de la siguiente muerte) y pasar a la acción. Como si de un Scottie cualquiera se tratara (en esta ocasión, impedido por taras de índole desconocida), Manuel Martín Cuenca le convierte en un espectador pasivo que observa la vida pasar tras los cristales de ventanas indiscretas.

Al igual que en Psicosis (Psycho, 1960), las pulsiones sexuales del protagonista adquieren un peso importante en su motivación. No encontramos una mamá Bates que justifique los traumas de Carlos (Antonio de la Torre) y tampoco recibimos explicaciones al respecto. Tan solo descubrimos que el deseo representa la culpa y el amor supone la redención. En un alarde de carácter, el guión de Martin Cuenca y Alejandro Hernández abraza el aquí y ahora, prescindiendo de las posibilidades narrativas que ofrecería un pasado tormentoso o el clásico planteamiento del whodunit, por poner dos ejemplos. Desde el primer momento conocemos al asesino de esta historia de amor disfrazada de thriller (¿recuerdan Encadenados o Yo confieso?), que recurre al mcguffin para construir su atmósfera de suspense.

Canibal de la torre y melinte

Pero al margen de las resonancias citadas, el cine de Martín Cuenca no parece suplicar el favor del gran público por el que suspiraba Hitchcock, como se deduce del ritmo pausado de su narración o la duración de ciertos planos que moldean cuidadosamente la personalidad de su asesino en serie. Asimismo, Carlos tampoco presenta el perfil típico de un psicópata que aspira a inscribir su nombre en la historia de la criminología: es tímido, podríamos decir que asesina por necesidad, no es especialmente sádico, la policía ni siquiera le pisa los talones, y, como buen cristiano que es, se arrepiente de sus pecados e intenta compensarlos a su manera (la confección del manto para la procesión de Semana Santa).

La planificación de Martín Cuenca deja escaso margen al exhibicionismo, aunque no así a la creación de imágenes que se incrustan en la memoria del espectador por su efectividad y su atípica concepción: el protagonista ofrece un vaso de agua a Alexandra, quien acaba de reclamar su ayuda tras una escandalosa discusión de pareja; un plano lateral de los dos, mientras ella bebe con parsimonia, muestra cómo su actitud provocativa incomoda a Carlos hasta el punto de activar su deseo y, acto seguido, la necesidad de hacerlo desaparecer. Del mismo modo, el empleo de las elipsis sortea la violencia explícita y evita las imágenes que pudieran deshumanizar al protagonista en pos de la credibilidad de su posterior romance con Nina y de no provocar el rechazo en el patio de butacas.

Así como los personajes interpretados por Olimpia Melinte (Alexandra/Nina) recuerdan a la Kim Novak de Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, 1958), Alexandra, que huye de Zaragoza para instalarse en Granada con un dinero que no le pertenece, comparte con la Janet Leigh de Psicosis algo más que el dorado de su cabello. Sin embargo, Manuel Martín Cuenca tiene la suficiente personalidad para mantener su estilo propio incluso realizando un tributo evidente al cine de Alfred Hitchcock. Definitivamente, de Palma no lo hubiera filmado así.

Carlos Fernández Castro

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