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El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Amberson) (1942)

El cuarto mandamientoNota: 9,5

Dirección: Orson Welles

Guión: Orson Welles (Novela: BoothTarkington)

Reparto: Joseph Cotten, Dolores Costello, Tim Holt, Agnes Moorehead, Ray Collins, Richard Bennett, Anne Baxter

Fotografía: Stanley Cortez

Duración: 89 Min.

Cuentan los entendidos que una noche, en la habitación de su hotel y en compañía de unos amigos, Orson Welles tropezó con la emisión televisiva de ‘El Cuarto Mandamiento’. No era habitual que el director viera sus películas una vez finalizadas, pero en esa ocasión no tuvo escapatoria. Tras observar algunos de sus planos, se retiró al lado opuesto de la habitación y empezó a sollozar tímidamente. Según sus propias palabras, estaríamos hablando de su mejor película si la RKO hubiera seguido rigurosamente sus instrucciones en la fase de montaje. Desgraciadamente, el director se encontraba filmando un encargo patriótico (It’s All True) y fue condenado a desentenderse del montaje definitivo.

Algunos reclaman una mayor fidelidad a la novela homónima de Booke Tarkington. En efecto, ciertos pasajes podrían haber sido desarrollados con mayor generosidad (y de hecho lo fueron, originariamente), pero nunca sabremos las consecuencias que ello hubiera tenido en el producto final. El mismo director se quejaba amargamente por el metraje excluido en la sala de montaje, pero sus lamentaciones suenan al típico berrinche del perfeccionista que nunca termina de estar satisfecho con sus obras. Al fin y al cabo, ¿alguien se atrevería a mejorar la versión que hoy todos conocemos de ‘El Cuarto Mandamiento’?

Baxter y Holt en El Cuarto Mandamiento

Para comenzar, Welles nos regala una de las secuencias iniciales más deslumbrantes de la historia del cine. En doce minutos, aprendemos lo que significa ser un Amberson en el Nueva York de finales del S.XIX y principios del S. XX, contemplamos la majestuosidad de la mansión familiar, presenciamos la frustrada historia de amor entre Eugene Morgan e Isabel Amberson debida a una humillación involuntaria, y conocemos al malcriado George Minafer y el recelo que su comportamiento levanta en el vecindario. Para efectuar semejante despliegue, el director recurre a planos dinámicos y planos estáticos, emplea teleobjetivos y grandes angulares, mezcla el estilo documental con la técnicas narrativas más clásicas, esconde su cámara en lugares privilegiados para hacernos testigos de los rumores vertidos en torno a la familia más importante de la ciudad, y contextualiza históricamente la narración a través de reportajes de moda.

Sobre el papel, la concentración de todas estas ideas parecerían un despropósito sin orden ni concierto, pero Welles obra el milagro. A continuación, la película luce un estilo más convencional y pausado, siempre marcado por la potencia visual del cineasta y la concisión de sus planos. Como ya ocurriera en ‘Ciudadano Kane’, la cámara de Welles reencuadra constantemente a sus personajes y hace gala de una admirable economía narrativa. En ocasiones, la puesta en escena es tan precisa que ni la cámara ni los personajes necesitan moverse gracias a la intensidad de los diálogos. El uso de los espacios refuerza las jerarquías, la iluminación condiciona el tono más o menos dramático de cada secuencia, y la opresión de los interiores predomina sobre la claridad de unos exteriores esperanzadores.

En sus escasos 90 minutos, asistimos al cambio que experimentó la sociedad americana durante la transición al nuevo siglo. La grandes familias ceden el testigo a los nuevos ricos, cuando parecía que la pertenencia a una clase social aspiraba a la eternidad. La tradición cede ante la modernidad, y los coches de caballos son sustituidos por los vehículos a motor. Podríamos considerar a Eugene Morgan como el precursor de una revolución social que permite a un don nadie convertirse en alguien respetable, a base de esfuerzo e ingenio.

Pero Welles siempre mostró una especial debilidad por las pesadillas, y no hay nada peor que un precioso romance siendo constantemente frustrado por el qué dirán, por el amor incondicional de una madre a su primogénito, por el imperdonable egoísmo de un hijo que no quiere compartir el afecto de su progenitora, y por las maquiavélicas manipulaciones de una mujer despechada. La historia de amor entre Eugene e Isabel supera prohibiciones, matrimonios, enfermedades, rencores, e incluso desprecios.

Agnes Moorehead en El Cuarto mandamiento

Sin embargo, estamos ante una película coral, en la que el protagonismo cambia de personaje en función de las necesidades narrativas. Cada punto de vista ofrece una perspectiva diferente sobre el conflicto principal, que es afectado por numerosas líneas argumentales. Welles aprovecha la ocasión para esbozar un retrato social que no deja títere con cabeza, salvo la de un emprendedor que representa la esencia del sueño americano. No es de extrañar que Welles otorgue a Eugene el estatus de personaje más positivo de la película: honesto, sincero, sensible, bondadoso, tolerante, comprensivo, inteligente, y paciente.

Al contrario de lo que solía afirmar el genio de Kenosha, ‘El Cuarto Mandamiento’ está repleto de metáforas que refuerzan su contenido: el hijo que se opone al romance de su madre viuda y la solterona que lo boicotea constantemente, no son más que la vieja Indianapolis resistiéndose al cambio. Por otro lado, la hija del inventor rechaza a George, aunque ambos se sienten mutuamente atraídos; de alguna manera, castiga las tendencias conservadoras del primogénito de la familia Amberson. En otro orden, el automóvil de Eugene no solo es una amenaza a la cómoda existencia de las fortunas heredadas, sino que, además, acaba atropellando al máximo responsable de su eterna tristeza. No es casual que Isabel sea la única de los Amberson que tiene descendencia, circunstancia que anticipa la muerte del apellido.

Nada es fruto del azar en este largometraje. Ni siquiera el hecho de que Eurgene, representante del cambio, tienda persistentemente su mano a una familia que parece destinada a ser devorada por la Gran Depresión. Como es patente, Welles teje una telaraña de sentimientos humanos y acontecimientos históricos que no se resiente de su inagotable ambición ni de la escasa duración impuesta por la RKO. Lejos de la frialdad, tan necesaria como llamativa, de ‘Ciudadano Kane’, el director logra conmovernos con un nuevo milagro cinematográfico que se las apaña para dejarnos un buen sabor de boca.

Carlos Fernández Castro

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