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Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle) (1966)

Nota: 10

Dirección: Jean-Pierre Melville

Guión: Jose Giovanni, Jean-Pierre Melville (Novela: Jose Giovanni)

Reparto: Lino Ventura, Paul Meurisse, Raymond Pellegrin, Christine Fabréga, Marcel Bozzuffi

Fotografía: Marcel Combes

Duración: 144 Min.

En el argot cinematográfico, se entiende por ‘polar’ el cine policíaco de denominación de origen francesa, fuertemente influido por el ‘noir’ americano –por su parte, curiosamente, término de creación gala- aunque asentado sobre la idiosincrasia y la realidad social del país europeo. Por lo general, se suele acudir al nombre de Jean-Pierre Melville para ejemplificar este subgénero. Pero si hemos de ser precisos, el cine negro de Melville –un total de ocho cintas dentro de una filmografía compuesta por trece películas-, es un universo en sí mismo, dueño de sus propias leyes y códigos y con tendencia a un nivel tal de abstracción y personalidad que, prácticamente, trasciende cualquier particularidad geográfica.

Hasta el último aliento es una de las cumbres absolutas de la obra de Melville, considerada de hecho por el autor como su primera aportación verdadera al cine negro. En Hasta el último aliento, la crudeza y el hastío del texto José Giovanni, otro de los referentes capitales del ‘polar’, entra en colisión y se funde con la estilización y el laconismo del cineasta parisino.

Desde su título y su prólogo, Hasta el último aliento establece las constantes vitales y tonales del relato: el único derecho del hombre es el de escoger su propia muerte. Un desabrido pesimismo existencial expresado sin ambages ni florituras por medio de una prosa llana y certera, rezumante de embriagadores destellos de lirismo melancólico y elegíaco. Estamos ante una historia, por tanto, armada sobre el característico e irreparable fatalismo del género y que, en consecuencia, obliga a desviar la mirada no hacia ese desenlace cierto e inapelable, conocido de antemano por protagonistas y público, si no al hecho de cómo se aborda el camino hasta él. “Si la elección de la muerte está dominada por la repugnancia por la vida, entonces la existencia habrá sido ridícula”.

El cine de Melville, decíamos, ejecuta acciones y sentimientos desde una innegociable parquedad. A causa de este fatalismo estoico, condicionado por la naturaleza del personaje, tanto los procedimientos del delincuente como, quizás en menor medida, los del policía quedan de esta manera reducidos a puro ritual, hasta confines casi conceptuales. De ahí que al comisario Blot, un agente de la ley astuto e implacable, no le haga falta recoger testimonio alguno de la escena de un tiroteo porque sabe exactamente qué ha ocurrido y qué no van a confesar los testigos e implicados. O que ‘Gu’ Minda, ex enemigo público número uno fugado de la cárcel, desoiga los consejos del sentido común más elemental para atender las exigencias de su código criminal, que en este caso pasan por perpetrar un último golpe y satisfacer una venganza antes de atravesar de una vez por todas la frontera. Y es que el inescrutable retorno a la vida de ‘Gu’ Minda, quien diez años atrás simplemente pedía que le dejaran morir en paz, no es más que un retorno temporal, ilusorio si se quiere, puesto que en todo momento se encuentra encadenado a su destino escrito.


Este juego con los arquetipos, cabe decir, no resta entidad humana a la escultura de los distintos caracteres, dueños de entidad, profundidad y relieve. La fuga, el asalto al furgón blindado, la huida del país, la persecución policial, las indagaciones detectivescas, la amenaza de la cárcel. Son todas ellas piezas y casillas de un juego, en definitiva, en el que se gana o se pierde y del que ningún participante posee con certeza las claves, a pesar de que se quiera subvertir las reglas introduciendo arteras variaciones y traiciones –los cuestionables procedimientos policiales-. Un negocio inclemente en el que solo el respeto a uno mismo, a su esencia inherente, así como la identificación de esa misma ética insobornable en el otro, es capaz de despertar lo más parecido a un triunfo: cierta justicia poética, una complicidad masculina abstracta y difusa que celebra y reconoce el honor del jugador. Lo único que permite distinguir al ser humano de una mísera hormiga.

Así pues, en este mundo agonizante la violencia, la tortura, el asesinato o la muerte no merecen mayor énfasis que cualquier otro acontecimiento cotidiano. El arma puede ocupar en la maleta el mismo espacio que la cuchilla de afeitar o las camisas limpias. La sobriedad ascética de la puesta en escena, el riguroso blanco y negro, los suaves encadenados y las delicadas elipsis imprimen una cadencia muy particular a la narración, hipnótica e inexorable al mismo tiempo, condensación perfecta del desaliento vital que transmite el argumento. Lino Ventura, impagable ‘Gu’ Minda, bien podría sintetizar en su persona el espíritu estilístico de la obra. La dureza granítica de su basto rostro contrasta con la inteligencia y el refinamiento de su proceder. La pulcra y comedida realización de Melville aúna refinada poesía y afilado simbolismo, extraordinario escalpelo para desnudar con precisión y expresividad los entresijos de este singular cosmos en el que se sumerge el espectador. De entre su circunspección, surgen refulgentes tan solo dos concesiones a la emoción: dos miradas enfrentadas a modo de espejo. Una de reencuentro; otra de despedida. Dos disparos a bocajarro que, en su excepcionalidad, hieren más que el plomo vertido durante el resto del metraje.

Víctor Manuel Rivero

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