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La dolce vita (1960)

51YwlOCWkoL._SY450_Nota: 9,5

Dirección: Federico Fellini

Guión: Federico Fellini, Tullio Pinelli, Ennio Flaiano, Brunello Rondi

Reparto: Marcello Mastroianni, Anita Ekberg, Anouk Aimée, Alain Cuny, Yvonne Furneaux

Fotografía: Otello Martelli

Duración: 175 Min.

En una afirmación que horrorizaría a la galería de personajes que comparece en sus fotogramas, no existen grandes diferencias entre el marasmo y la desidia pueblerina que subsume a los jóvenes de posguerra de Los inútiles y la decadente banalidad de las fiestas sin fin que Marcello Rubini recorre en La dolce vita. De hecho, domina ambas una atmósfera de ensoñación, o más bien de estupor etílico que nubla los sentidos y, especialmente, la conciencia.

Porque La dolce vita es un dantesco descenso a los infiernos bañado en glamour, que comienza en el aire, literalmente en brazos de Jesucristo, y concluye a la orilla del mar, del lado de un monstruo deforme. Rubini, hombre en conflicto entre su innato talento artístico y su irrefrenable tendencia a adentrarse en el hedonismo frívolo de la alta sociedad, queda encadenado a una procesión engalanada, enjoyada y sexualizada de cuyo recorrido es imposible escapar, arrastrado a través de una serie de episodios nocturnos a los que el amanecer no pone fin, sino que marca un punto y seguido -o menos aún- dentro de un círculo inagotable. Así, entre los planos de La dolce vita se observa a gente atrapada. Atrapada por la celebridad, por el anonimato, por la riqueza sin objeto, por la marginalidad, por el exceso, por el vacío.

El rastro de esta jarana infecta se sigue por siglos, incluso, puesto que las imágenes unen a la aristocracia del pasado, cuyas sombras perviven en ruinas otrora gloriosas, espléndidos bustos de mármol y retratos magníficos -todos ellos ultrajados por barras de bar, artículos de fiesta o actitudes irreverentes- con sus herederos del presente, degenerados por el paso de las centurias y los efectos de unos vicios que no cesan. Al son del mambo de Pérez Prado, la rueda no se detiene, ajena e indiferente a cualquier realidad terrenal en la que viva el resto de los vulgares habitantes de la península.

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La percepción de esa milenaria continuidad temporal -la Roma clásica del circo y las bacanales, la Roma actual de las socialités y las veladas fastuosas- conforma en manos de Federico Fellini un todo surrealista y extraño, aunque coherente y homogéneo, tan fascinante como patético o hasta repugnante; siempre embriagador. Pocos como Fellini supieron amalgamar, en una fotografía contemporánea, la vastísima esencia histórica del país. Se apreciará en la singular idiosincrasia que palpita dentro de la mitología costumbrista de Amarcord (Mis recuerdos), y también se aprecia en La dolce vita. Y de esta continuidad se destila una imagen eterna de Italia, en la que vibra un vodevil en el que se mezcla sin distinción la fogosidad a flor de piel y la devoción religiosa -casi superstición atávica-; el culto a la belleza femenina y el desprecio de la mujer -madre y amante, santa y puta-; el gusto por lo refinado y la pasión por lo grotesco; el moralismo -intrínseco al discurso del filme- y la moralidad.

A propósito de Rubini, decíamos, La dolce vita, a la vez que un fresco social, es el relato de un fracaso personal. De una frustración que termina conduciendo a una autodestrucción de engañosa apariencia sensual y epicúrea. El bochornoso ridículo que experimenta confesándose en una sala tan desnuda como sus sentimientos, la aterradora destrucción de los referentes de la felicidad familiar, el adiós a cualquier vestigio de inocencia, tan lejano ya que es imposible escuchar. Tras el rostro y las gafas de sol de un ejemplar Marcello Mastroianni -que sabe conjugar con pluscuamperfecta naturalidad el canallismo con la duda y el desaliento-, Rubini termina siendo un reportero sensacionalista que no sabe nada, un individuo que mira por la ventana y solo percibe un paisaje extraterrestre, deshumanizado, poblado de criaturas aberrantes y odiosas. Una fiesta pasada de rosca, alucinada por el abuso. De la luz de las estrellas a la oscuridad de una existencia que se desmorona. La idealización de esta vida nocturna, repleta de vanas luminarias, rancios abolengos y seres extraordinarios, era en verdad una caricatura amarga.

Más allá de escenas esculpidas en la memoria colectiva del séptimo arte –Anita Eckberg y la Fontana de Trevi-, el talento de Fellini queda ensalzado en el modo en el que la película cruza de la voluptuosidad a la intimidad, de la explosión de los placeres a la melancolía y la tristeza. El elaborado y portentoso empleo de la iluminación y del diseño de los escenarios resulta crucial para la composición de este maremágnum de sensaciones encontradas, latentes, penetrantes. Los pasillos desangelados y las figuras lejanas, abandonadas; la fantasía piadosa que va deformándose en pesadilla esperpéntica; el seno familiar apacible aunque quebrado por el sonido del trueno que advierte de la tormenta; la conmovedora fragilidad de un padre de espaldas, pequeño y despeinado, musitando el futuro a su propio hijo; la sustancia onírica de los paseos noctívagos en busca de fantasmas que tienen cuerpo y sexo; el extrarradio desolado y perdido en la nada; el miedo insondable que preside el paisaje marciano a la luz del día donde antes reconfortaba el calor del hogar; la incomodidad y el autodesprecio que se manifiesta en escenas largas y sofocadas, donde brotan violentas torturas que parecen juegos nimios…

Como en lo mejor de su obra cinematográfica, la realización de Fellini es visceral, expresiva, desaforada cuando toca y modesta cuando corresponde contraponer, con fuerzas entonces redobladas, el vulnerable estado interior de los personajes. Es monumental e intimista, como sencilla, prolija y compleja es en su fondo conceptual.

Víctor Rivero

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