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La Gran Ilusión (La Grande Ilusion) (1937)

Nota: 8

Dirección: Jean Renoir

Guión: Charles Spaak

Reparto: Jean Gabin, Erich von Stroheim, Pierre Fresnay, Marcel Dalio, Dita Parlo, Jean Dasté

Fotografía: Christian Matras

Duración: 95 Min.

En la primera década del siglo pasado, el economista británico Norman Angell trataba de demostrar con su obra Europe’s Optical Illusion que, en el contexto europeo coetáneo, una guerra continental carecía de cualquier sentido ya que, en definitiva, sus consecuencias socioeconómicas serían perjudiciales para todas y cada una de las partes implicadas. Dados los intereses comerciales comunes de las potencias europeas, la guerra suponía sin duda un atentado contra la prosperidad. Urgía desmontar la gran ilusión de la utilidad de la guerra. Huelga decir que, por supuesto, el gran iluso sería el propio Angell.

Una vez concluida la Primera Guerra Mundial que había asolado Europa, Norman Angell recibiría el Nobel de la Paz en 1933. Cuatro años más tarde, la pestilencia de un nuevo conflicto se había convertido ya en un hedor insoportable. Adolf Hitler era aclamado como el salvador de la humillada Alemania, Benito Mussolini ejercía el triunfo del fascismo en Italia y las tropas rebeldes avanzaban inexorables por España desmantelando su orden republicano frente a la ingenua indiferencia o la cobarde inacción de las potencias democráticas europeas. En 1937, Jean Renoir, que había sido herido luchando en la Gran Guerra, estrenaba La gran ilusión, película en parte basada en los fundamentos sostenidos por Angell.

La gran ilusión es una cinta bélica que desmonta los códigos tradicionales, pasados y futuros, característicos del género. Si películas como Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930) y Cuatro de infantería (George W. Pabst, 1930) había cometido la osadía de humanizar al enemigo, La gran ilusión abundaba en esta premisa de comprensión y tolerancia para, finalmente, poner patas arriba todas las convenciones preestablecidas acerca de la guerra y, con ello, eviscerar el terrible absurdo que se esconde bajo su negra sombra.

En el filme, franceses y alemanes, rusos e ingleses, son piezas intercambiables entre las que no parece haber diferencia de personalidad alguna, mientras que su entendimiento común se realiza de forma sencilla, natural y amistosa. Las artificiales diferencias nacionales son por tanto la primera ilusión que extirpa el afilado bisturí del realizador francés. Las fronteras de este conflicto pertenecen más al ámbito social que al nacional, como demuestra la cordial y estrecha vinculación entre el capitán de Boeldieu (Pierre Fresnay) y el capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim, “el hombre que usted ama odiar”), miembros de una aristocracia militar sumida en una decadencia irrefrenable que haría palidecer al mismísimo Príncipe de Salina -el contrahecho y malherido von Rauffenstein admitirá su único desempeño como carcelero no es ya más que un juego odioso-. De hecho, como irá remarcando el guion -con algún subrayado ocasional-, dichas fronteras divisorias entre países enfrentados, neutrales o aliados no son más que una línea arbitraria y ridícula trazada sobre la faz de una naturaleza grandiosa e indiferente hacia las miserias autoinfligidas del hombre.

El resto de discrepancias, incluida la asimismo frágil barrera idiomática, son igualmente deformaciones burdas de un todo idéntico: la condición humana. Esa que, por lo general, tan solo aspira a gozar de una vida tranquila en familia, cultivando su vocación profesional o sus inquietudes ociosas, acudiendo a Maxim’s a tomar unas copas acompañado de buenos amigos para reencontrarse con aquella Fifí que conocieron durante un viaje de placer en 1913 o, por el contrario, descubriendo el calor redentor de un amor insospechado. Acaso otras ilusiones imposibles.

Y es que La gran ilusión refleja un enorme cúmulo de espejismos y apariencias vanas que, en realidad, ocultan tras de sí una agria verdad. Los prisioneros franceses disfrutan de un encierro plácido y confortable en un campo de concentración delimitado y definido por medio de un sinfín de espacios abiertos que ofrecen una incitación directa a la fuga –otra quimera, puesto que, fuera o dentro del presidio, el cautiverio de la guerra continuará cerniéndose sobre los fugados-. También se alimentan con deliciosos productos enviados desde Francia, se carcajean de las exageraciones de la propaganda propia y ajena, juegan como niños organizando pequeños sainetes teatrales y, entre tanto, por pura desidia, cavan un túnel que resulta de lo más inútil. Es decir, un oasis ficticio en el que, no obstante, se aprecian grietas por entre las que se cuela la fría realidad: los panfletos que narran los cruentos avances militares del exterior, los muertos en tentativas de escape, el brusco y triste despertar por medio de un patético número de travestismo registrado de manera excelsa por Renoir gracias a un económico pero excepcionalmente expresivo uso de la panorámica, afirmación del delicado aliento poético que impregna unas imágenes que nunca alcanzan la luminosidad que fingen poseer frente a la mirada superficial.

En el marco global del aborrecible conflicto, casi se diría que lejano, extraño y olvidado, la victoria épica de los ejércitos es un triste consuelo con el que los estados tapan la mugre de las tragedias personales, el descomunal precio en sangre exigido por una gloria fatua. Así pues, una simple fotografía es capaz de demoler por sí sola la supuesta grandeza de los laureles conquistados por Alemania en Verdún, Liège, Charleroi y Tannenberg.

Renoir no compone un panfleto cimentado sobre discursos inspiradores, tragedias desgarradoras, crueldad epatante y maniqueísmo adoctrinador. Su campo de batalla es otro, pese a que ello conlleve ser menos accesible a la sensibilidad popular o no se adscriba de manera obvia a una corriente política concreta –elección que le granjearía cierto rechazo tanto desde la derecha como desde la izquierda francesa-. En La gran ilusión, la guerra comporta un sufrimiento psíquico, emocional y moral; más atroz cuanto más absurdo e incomprensible. Además de arrasar con la vida, efecto consabido –aunque, por mor a la verdad, especialmente grotesco y espeluznante durante la fase de trincheras en esta conflagración-, la guerra despedaza la existencia de los que la padecen. Ni siquiera se molesta en pergeñar justificaciones. Sus partícipes son conscientes de su esencia irracional, inservible e impuesta, y se limitan a afrontarla como un detestable trámite obligado del que intentan evadirse a través de fantaseos y utopías.

“Esta guerra tiene que terminar; espero que sea la última”, se atreve a soñar el sargento Marechal (Jean Gabin), lo más parecido a un protagonista dentro de este amplio y minucioso fresco sociocultural. “No te hagas ilusiones”, responde su compañero de huida. Renoir cierra su testimonio con una mezcla de titubeante optimismo y denso pesimismo. En 1937, el redoble de tambores y los pasos marciales resonaban de nuevo por las calles de Europa. En 1943, ya exiliado en suelo estadounidense y con la Segunda Guerra Mundial en el apogeo de su barbarie, Jean Renoir denunciaba las nuevas formas que el hombre había hallado para autodestruirse física y moralmente y lanzaba, a quien quisiera oírle, un último llamamiento a la cordura: Esta tierra es mía.

Víctor Manuel Rivero

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3 Comentarios

  1. Felicidades por vuestro blog. Tenéis mi voto en Premios 20 blogs.

    Un saludo,

    Tomás

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