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La Locura del Dólar (American Madness) (1932)

La Locura del DólarNota: 7

Dirección: Fran Capra

Guión: Robert Riskin

Reparto: Walter Huston, Pat O’Brien, Kay Johnson, Constance Cummins, Gavin Gordon, Arthur Hoyt

Fotografía: Joseph Walker

Duración: 75 Min.

El crack de 1929 ponía contra las cuerdas a la mayor economía del mundo, los Estados Unidos, y a la sociedad sometida bajo ella; situación crítica que se agravará por la adopción de una serie de respuestas erróneas a causa de falta de cintura o del nacionalismo miope, caso la instauración de aranceles extraordinariamente proteccionistas que ejercían un contraproducente efecto de sálvese quien pueda, de la pervivencia obsoleta del patrón oro o de la estricta rigidez de las condiciones laborales y salariales. Sin embargo, la victoria de Franklin Delano Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1932 y el cambio radical en las políticas económicas contribuiría a hacer que el gigante saliera del atolladero donde se encontraba postrado. Es el New Deal, implantado a partir de 1933, y que supondría la transgresión traumática de la tradición estadounidense del no intervencionismo del Estado sobre los principios económicos de un país que, en buena medida, entiende la libertad como la ausencia casi absoluta de regulación en asuntos de iniciativa comercial. Dos leyes como la Agricultural Adjustment Act y la National Industrial Recovery Act tratarían de este modo de regular el mercado nacional para alcanzar una recuperación en los precios de los productos industriales y la mejora de los derechos y los sueldos de los trabajadores –hasta su declaración como inconstitucionales en 1935-. Por otro lado, la Ley Bancaria devolvería la confianza del público en el sistema financiero y la Ley de Seguridad Social de 1935 garantizaría la existencia de un seguro de desempleo, así como un nutrido ramillete de coberturas sociales elementales. Asimismo, el gasto público, sobre todo en el sector bélico, recobraría numerosos puestos de empleo para la población, hundida por entonces en un clima de terrible desesperanza.

Walter Huston en La Locura del Dólar

Frank Capra, hijo de sicilianos en pos del sueño americano, alcanzaría la cima de su popularidad y de su prestigio en este periodo de la Gran Depresión y el New Deal que dominarían la década de los años treinta, ejemplificado por su sucesivos éxitos de taquilla y los tres Óscar al mejor director que conquistaría gracias a Sucedió una noche, El secreto de vivir y Vive como quieras. La Gran depresión y el New Deal son además contextos históricos presentes de forma decisiva en muchas de sus obras o, cuanto menos, como telón de fondo que define el escenario y los conflictos a los que se enfrentan los personajes, caracterizados en sus actos y actitudes por su condición social y económica. Con un firme compromiso social cultivado desde sus raíces humildes en el gueto siciliano de Los Ángeles, Capra se aliaría artísticamente con su guionista de cabecera Robert Riskin –tercera de sus trece colaboraciones en común-, para echar un vistazo al desalentado clima humano de la época y plasmarlo en fotogramas dentro de una de las primeras películas de Hollywood en abordar de manera frontal los miedos y la paranoia que la Gran Depresión había sembrado entre los ciudadanos del país, al mismo tiempo que se contrapone a ello una visión idealizada, vitalista e ingenua del camino a seguir para la restitución económica y moral de los Estados Unidos, ligada a la recuperación del espíritu fundacional y esperanzador de la nación y, en definitiva, a ese ‘secreto de vivir’ que trasciende por su pura humanidad a los falsos ídolos como el dólar o el estatus social unido al simple e indigno materialismo.

Considerada en su época una herramienta propagandística de las doctrinas promulgadas por Roosevelt –el control sobre la temática del cine era precisamente un factor considerado de gran relevancia por parte de la Administración, como prueba sus directrices morales sobre el popular cine de gánsteres de la época-, La locura del dólar enunciará explícitamente, por boca de su quijotesco protagonista, director del Union National Bank, las líneas maestras de la filosofía económica del New Deal. Así, este hombre cálido y juicioso proclamará la necesidad de reinvertir el capital y los beneficios bancarios en la sociedad, puesto que es éste el combustible imprescindible para la reactivación el ciclo económico en lugar de, tal y como le exhorta a hacer el resto de directivos de la compañía –“los cuatro jinetes y medio del Apocalipsis”, personificación de la economía especulativa amparada en el cálculo frío e insensible-, apostar por la conservadora retención de los pasivos en las arcas del sistema financiero hasta que se pudran por la inacción pero, eso sí, siempre bien cuadrados en los balances de la entidad. En paralelo, la vorágine de acontecimientos, los cuales conducirán finalmente a un apocalíptico estallido de pánico entre la masa que amenazará la existencia misma de este banco benefactor, remite evidentemente a la memoria colectiva de la histeria bursátil y empresarial desatada en octubre de 1929.

Contra las masas

Perfecto en la rotundidad de su convicción, en su apariencia afable y en su genuino carisma –válido por ejemplo para encarnar una imagen nada menos que del Tío Sam en el documental El 7 de diciembre-, Walter Huston interpreta a Tom Dickson, este director bancario enamorado de la gente. O, lo que es lo mismo, enamorado de la argamasa que ha construido con su esfuerzo y sobre todo con su determinación personal e inquebrantable el poder sin par de los Estados Unidos. El capital humano, calibrado mediante empatía e intuición -aunque igualmente amparado en fuertes razones lógicas, aquellas que enuncian los principios económicos antes citados-, y que escapa a las estimaciones matemáticas de los consejeros del grupo, anhelantes de cobrar sus paquetes de acciones quitando de en medio a este hombre empeñado en la utilidad del banco como motor socioeconómico. El carácter de Dickson queda expuesto de inmediato, en primer lugar por las alabanzas que le anteceden por parte de sus empleados y por las acusaciones de sus detractores, y, en segundo, por la irrupción del propio protagonista confraternizando de igual a igual con el portero del edificio y con el resto de personal de la concurrida sucursal, la cual, debido a la concurrencia de diferentes estereotipos en sus salas –la viuda desamparada, los honestos trabajadores, los chanchulleros, los inmigrantes,…-, pasa por ser una reproducción a escala del país norteamericano. Con idéntica concreción, el libreto destila claves para dibujar el acecho de la crisis: basta con una alusión pesarosa a las nóminas decrecientes de un negocio cualquiera.

Riskin establece entonces un doble dispositivo de amenaza para la reconducción de esta América liderada por el paternal populismo de Dickson –en su sentido de corriente política en contacto directo y sin intermediarios con la población a la que sirve-, sin duda semejante al que promovía la figura de Roosevelt desde la presidencia. Las conspiraciones en la sombra de los directivos bancarios y la fusión del Union National Bank con el New York Trust para derrocar al progresista Dickson comparten entidad de villanos con Cyrill Cluett (Gavin Gordon), jefe de cuentas del Union National Bank, un donjuán al que su desmedida afición por las apuestas le ha llevado a caer en las garras de la mafia, que le exige un plan de asalto a la caja fuerte del banco para satisfacer sus deudas. Esta última vertiente de intriga, de mayor incidencia en el transcurso del relato, desemboca de igual modo en el planteamiento de varias subtramas psicológicas que atañen a personajes como la esposa de Dickson (Kay Johnson), huérfana de las atenciones de su altruista marido y traicioneramente seducida por Cluett para conformar su coartada, y, en especial, a Matt (Pat O’Brien), un prometedor cajero al que Dickson había contratado después de que intentara robarle en su propia casa y que se enfrentará por un lado a los prejuicios sociales que provocan sus antecedentes delictivos y por otro al dilema entre asumir heroicamente una condena que no le corresponde o revelar a su protector una verdad que le destrozaría irremisiblemente –un alegato en favor del perdón y la regeneración moral y una crítica al clasismo y a la sociedad de la apariencia, en definitiva-.

Con una velocidad endiablada y un extraordinario pulso narrativo y emocional en su desarrollo, destinado a condensar el argumento en apenas 73 minutos, Capra explora las conexiones entre la economía, la ética personal de los hombres, la sociedad y la perversión de esta última: la masa; un ente informe, peligroso y deshumanizado que ahoga sus virtudes individuales en egoísmo y cerrazón motivado por el miedo y la desesperación, bien propagados intencionadamente, bien a causa de una maledicencia involuntaria y en cadena simbolizada por la maraña de cables que atraviesa el rostro de una operadora de teléfono. A pesar que el humor tiene cabida hasta en las situaciones más violentas –el operario que descubre el cadáver del vigilante-, no es ésta una mirada en absoluto complaciente hacia el americano comúnAmerican Madness es el título original, no conviene olvidarlo-; aquel que, precisamente, Dickson considera y defiende como un amigo y, más aún, como un tipo sensato. Con todo, será en el punto álgido de la sinrazón y la deshumanización de esta país-banco cuando el autor obre uno de sus célebres milagros: el clamor ferviente, entusiasta y redentor por devolverle al hombre su humanidad perdida. Mensajes cándidos y buenistas, desde luego. Pero de plausible capacidad inspiradora y de un irrefutable poder conmovedor. Al fin y al cabo, Capra, como el testarudo filántropo de Dickson, es el optimista incurable que cada uno de nosotros deberíamos ser para que, por el contrario, fuese esta estúpida e irracional locura por el dólar –o por el euro, o del yen, o del franco suizo, o del yuan,…- la que realmente nos sonara a fantasía disparatada.

Víctor Manuel Rivero

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