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Las inocentes (Les Innocentes) (2016): juicio crítico

Abogado defensor: Rubén de la Prida Caballero

Decía Karl Marx que la religión es el opio del pueblo. Freud la calificó de neurosis del mundo. Ambos consideraban la creencia en Dios como una especie de analgésico, que distrae al hombre del dolor y la responsabilidad de cada momento, con el consuelo vacuo de una vida feliz al otro lado de la muerte. Las inocentes muestra sin rebozo esta cara del cristianismo, real y quizá inhumana. Pero también su reverso, la posibilidad de vivir la fe como una opción honesta y humanizadora, si bien no exenta de inseguridades e incomodidad.

Partiendo de un hecho histórico atroz, la reiterada violación de las monjas de un convento polaco durante la segunda Guerra Mundial, que provocó que muchas de ellas quedasen embarazadas, Anne Fontaine entrega una cinta que constituye, antes que nada, una exploración de las posibles respuestas humanas ante el muro del dolor y la injusticia. Es de esperar que al espectador ateo, agnóstico o simplemente no demasiado interesado en temas religiosos le conmoverá presenciar una historia llena de sensibilidad, en su canto a la compasión entendida como el “impulso más noble del ser humano”, por decirlo con las palabras que usase el recientemente centenario Kirk Douglas en una memorable escena de Senderos de Gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, EE. UU., 1957).

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Lou de Laâge y Agata Buzek, que dan vida respectivamente a Mathilde, la entregada doctora comunista de la Cruz Roja que decide jugarse el trabajo y casi la vida para ayudar a las víctimas del crimen, y a María, una monja capaz de integrar lo humano y lo divino, constituyen el dúo dramático protagonista. Sus interpretaciones, unidas a una puesta en escena austera y límpida como la celda de un convento, consiguen transmitir con inusitada emoción un relato que, en otras manos, hubiese resultado melífluo y resabido.

Para el espectador que parta de las creencias cristianas, sin embargo, la película de la realizadora francesa adquiere inevitablemente una dimensión adicional, más profunda. La honradez y la profundidad con las que Fontaine relata tanto los avatares y dudas que una fe honesta trae consigo, como los riesgos reales de convertirla en un arma ideológica e inhumana (o en ese opio del que se hablaba más arriba) conmocionarán a unos, golpearán a otros, incomodarán a todos, moviéndoles a la reflexión, siempre que no hayan caído en el infame riesgo del fundamentalismo. Estos espectadores encontrarán en Las inocentes un breve tratado cinematográfico acerca de la fe cristiana, en el que Fontaine no solo plantea el conflicto fundamental de todo creyente entre la existencia de Dios y la experiencia del mal, observándolo desde las distintas posiciones que el alma puede adoptar ante este dilema, sino que apuesta por resolverlo, desde la única óptica realmente coherente con el cristianismo que disecciona.

Se podrá estar o no de acuerdo con tal solución, pero es indudable que Fontaine entrega una cinta de una palpable coherencia interna entre fondo y forma. No sorprende, por ello, que el largometraje obtuviese el premio FIPRESCI en el pasado Festival de Cine de Valladolid, pese a su confesional temática y sus decisiones discutibles o erróneas. Por encima de todo ello, Las inocentes es, sencillamente, una película que merece ser vista.

Fiscal cinematográfico: Carlos Fernández Castro

Desde el nacimiento del séptimo arte, la historia ha sido una de las grandes suministradoras de argumentos cinematográficos. Inevitablemente la penetración de la realidad en la gran pantalla siempre ha provocado el alumbramiento de un nuevo punto de vista respecto al acontecimiento adaptado y la consiguiente degradación de su objetividad inicial. Sin ir más lejos el ángulo de un plano, la duración de un silencio, la renuncia a una perspectiva o la omisión de un detalle pueden llegar a moldear la percepción del espectador. De ahí la gran responsabilidad del director a la hora de definir su puesta en escena.

En el caso de Las inocentes, la francesa Anne Fontaine parece haberse limitado a reproducir los hechos recogidos en las memorias de una enfermera gala: en 1945, seis monjas polacas quedaron embarazadas tras ser violadas por varios soldados rusos y alemanes. Evidentemente, el miedo al escándalo y la férrea disciplina religiosa son algunos de los temas que se derivan de esta situación. Quizás lo suficientemente interesantes para atraer la atención del espectador pero, sin lugar a dudas, de un menor calado espiritual que otras reflexiones inherentes al visionado de esta película.

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A lo largo del metraje, una de las protagonistas describe la fe como «veinticuatro horas de duda y un minuto de esperanza», una sensación muy similar a la que experimenta el espectador al no encontrar en los planos del film la emoción que promete su argumento. En esta línea de diálogo, y en otras posteriores, se sientan las bases para abordar la crisis de fe que atormenta a algunas de las monjas embarazadas y que la cineasta gala condena a un injustificado segundo plano. No ocurre lo mismo con la historia de amor entre la protagonista y su compañero de trabajo, que nada aporta a la narración y demuestra la verdadera vocación del film: llegar al gran público sin molestar a la Iglesia y sin ahuyentar con cuestiones incómodas a los creyentes incondicionales.

Ni siquiera la intransigencia y el fanatismo de la madre superiora (irreconocible Agata Kulesza) compensan el insuficiente espíritu crítico de Fontaine. Nada ensucia el inmaculado aspecto de una película que acaba asimilando la gelidez de sus propias formas y localizaciones, en detrimento del ardiente conflicto que ruge tras los muros de ese convento dejado de la mano de Dios. Una vez más, la alargada sombra del «basado en hechos reales» impide que la larva contenida en el texto histórico se transforme en mariposa, provocando un nuevo y triste aborto cinematográfico.

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