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Lincoln (2012) y el cine político americano

Nota: 6,5

Dirección: Steven Spielberg

Guión: Tony Kushner (Libro: Doris Kearns Goodwin)

Reparto: Daniel Day-Lewis, Tommy Lee Jones, David Strathairn, Sally Field, Joseph Gordon-Levitt, MIchael Stuhlbarg

Fotografía: Janusz Kaminski

Duración: 149 Min.

Cuando todavía se encontraba en el horizonte de los estrenos más esperados, muchos, entre los que me incluyo, teníamos grandes esperanzas depositadas en “Lincoln”, la nueva película de Steven Spielberg. Desgraciadamente, la espera, además de larga, ha resultado inútil para los que esperábamos una nueva obra maestra del director de “Munich”. Y es que últimamente, está siendo cada vez más difícil prever cuando nos va a deleitar con una de cal (Minority Report, La Lista de Schindler), o por el contrario, castigar con una de arena (La Terminal, Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal).

Sospecho que el otrora “Rey Midas de Hollywood” no hizo los deberes antes de embarcarse en tan ambicioso proyecto. Quizás se creyó suficientemente hábil para reescribir las reglas que garantizan la realización de un buen film político. A pesar de considerarle más que capacitado para este menester y a tenor del resultado final, no le hubiera venido mal tomar nota de los grandes clásicos, y no tan clásicos, que abordan este subgénero cinematográfico.

El Político”, de Robert Rossen, le hubiera ayudado a explorar los rincones más oscuros del mítico presidente americano; aunque, como se puede apreciar en el film, el director de “La Lista de Schindler” no ha tenido intención alguna de empañar la imagen prácticamente divina que los americanos tienen del señor Lincoln. A pesar de lo que muchos opinen, Abraham era de carne y hueso, y como tal, tenía familia y relaciones sociales más allá de sus actividades políticas; en este sentido, no le hubiese venido mal al bueno de Spielberg revisar un film como “El Joven Lincoln”, de John Ford, en la medida en que combina de manera brillante el perfil político y humano del futuro mito americano. Porque seamos sinceros, cuando afrontamos una película sobre un personaje cuyas hazañas políticas han sido narradas hasta la saciedad, esperamos algo más que conocer los pormenores sobre cómo se alcanzó la abolición de la esclavitud.

Asimismo, se echa en falta un grado más de intensidad en el film; no es la primera vez que asistimos a un argumento del cual conocemos el desenlace, y aun así, se puede percibir la tensión narrativa en el desarrollo de sus acontecimientos. En este sentido, el tío Steve podría haber tomado nota de “JFK”, dirigida por Oliver Stone, que a pesar de sus luces y sombras es ejemplar en este aspecto. Pero Steven Spielberg, al más puro estilo de Paco Martínez Soria en «Don Erre que Erre», se ha visto cegado por la veneración y ha querido ser excesivamente minucioso en detalles dramáticamente irrelevantes para la narración. Teniendo en cuenta este factor, no debería haber descartado la utilización de personajes secundarios en subtramas paralelas, con el fin de alcanzar un cierto grado de intriga; “Los Idus de Marzo”, de George Clooney, o a la portentosa “Tempestad en Washington”, de Otto Preminger, hubieran servido como inspiración en este menester. Desgraciadamente, “Lincoln” sigue el esquema clásico de un “one man show”, en el que Daniel Day-Lewis acapara casi toda la atención, con permiso de la siempre precisa y sofisticada puesta en escena del director judío.

Pero Spielberg tenía en mente otra forma de afrontar este proyecto; en su visión, no encajaban las películas mencionadas anteriormente, y por supuesto no iba a utilizar el sentido del humor para retratar a un personaje tan venerado como Abraham Lincoln; recurrir a modelos cómicos de eficacia probada como la sobrevalorada «¿Teléfono Rojo?: volamos hacia Moscú» de Stanley Kubrick, o la sorprendente «In the Loop» de Armando Ianucci, hubiera dejado boquiabiertos a propios y a extraños. Sinceramente, dudo que haya sido una opción en algún momento.

El bueno de Steven ha escogido un camino mucho más tortuoso para el espectador; adoptando su versión más didáctica y ciegamente patriótica, el cineasta norteamericano presupone que todo aquel que vea su película ha cursado, inmediatamente antes de hacerlo, un master en política americana del SXIX. Quizás esta sea una de las grandes distancias que el director interpone entre su último trabajo y el público no americano o sencillamente poco instruido (entre los cuales me incluyo). Es evidente que «Lincoln» trata sobre cómo un presidente comprometido y con una fuerte conciencia de Estado, lucha por abolir la esclavitud y acabar con la Guerra de Secesión Americana; pero también es innegable que para recorrer junto a sus personajes los farragosos caminos que llevan a dichos objetivos, es necesario un intenso conocimiento del contexto americano de la época.

Desgraciadamente, al visionar «Lincoln» es fácil sentirse como un estudiante frente al folio en blanco de un examen que ni siquiera ha estudiado la noche anterior; «¿cómo puedo ser tan inculto?» o «cuando salga del cine voy derechito a la librería más cercana a comprar un libro de historia de los EEUU» son pensamientos que monopolizan la cabeza de cualquier espectador medio, mientras asiste desconcertado a los acontecimientos narrados en esta película. Pero ¿dónde está la emoción?, ¿con quién puedo sentirme identificado?

Sería razonable pensar que Spielberg ha creado un personaje carismático y capaz de hacer desaparecer todos los obstáculos que se interponen entre el espectador y su nuevo artefacto perfectamente orientado al corazón de los académicos de Hollywood; y desde luego que ha puesto todos los medios para ello. Sin embargo, el Lincoln interpretado por un magnífico Daniel Day-Lewis (aún así, inferior a las interpretaciones de Joaquin Phoenix o Jean-Louis Trintignant en este curso) es demasiado perfecto para ser considerado un ser humano; se trata más bien de una deidad, de un personaje místico sin apenas sombras en su personalidad, de una persona que es todo bondad, inteligencia y carisma.

En «Lincoln», casi todo es perfecto; como hemos visto, su protagonista es ejemplar; los aspectos técnicos son deslumbrantes; el diseño de producción no podría haber sido más fiel a la realidad… Pero tanta perfección puede resultar agotadora, y como en la vida misma, puede llegar a provocar cierta sensación de rechazo. «Lincoln» parece una película de propaganda patriótica al más puro estilo años 40, y encumbra a la categoría de dios a un ser humano que, como todos nosotros, lloraba, mentía, erraba en sus decisiones y tenía miedo a lo desconocido. Y precisamente, es este tipo de personas a las que estamos dispuestos a admirar; aquellos que se parecen razonablemente a lo que aspiramos a ser; personas con las que poder sentirnos identificados. Y el Lincoln de Steven Spielberg no es ese tipo de persona ni ese tipo de película.

Carlos Fernández Castro

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