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Silencio (Silence) (2016)

poster-silencioNota: 7,5

Dirección: Martin Scorsese

Guión: Martin Scorsese, Jay Cocks (Novela: Shusaku Endo)

Reparto: Liam Neeson, Adam Driver, Andrew Garfield, Ciarán Hinds, Tadanobu Asano, Shin’ya Tsukamoto

Fotografía: Rodrigo Prieto

Duración: 159 Min.

Quizá sea un privilegio del buen cine el no ajustarse a aquella máxima de Mankiewicz que rezaba que “para escribir el guion de una buena película hacen falta dos años, para rodarla dos meses, para efectuar el montaje dos semanas, para dar los últimos retoques dos días, para verla dos horas, y para olvidarla dos minutos». Sabemos distinguir, más allá de todo análisis de la razón, una película excelente de otra que no lo es porque la primera se hace de algún modo vida de nuestra vida, nos acompaña. Porque sus imágenes, su música, sus frases de guion o una mueca concreta de un actor nos siguen golpeando días (acaso meses, años incluso) después de haberla visto. Silencio entra, por derecho propio, en esta categoría.

Como su propio título indica, el film trata de un silencio incontestable, del silencio por antonomasia: el de Dios. La obra de Scorsese, que no por ser cine y albergar otros subtextos puede renunciar a su discurso teológico, entronca así con uno de los temas más presentes en el pensar cristiano a partir de la segunda Guerra Mundial. “Después de Auschwitz” – afirmaba un renombrado teólogo – “no es ya posible hacer teología”. Con esa frase manifestaba, cuanto menos, la capitulación de su identidad pública ante la experiencia un dolor indecible. Y he aquí, precisamente, el verdadero fondo de Silencio, aquello por lo que la cinta se convierte en memorable: la reflexión acerca de los límites de la identidad personal.

En Million Dollar Baby (Clint Eastwood, EE. UU., 2004) aquel sacerdote de apariencia más bien seca le decía a Frankie (Clint Eastwood), al manifestarle este su conflicto por querer ayudar a Maggie (Hilary Swank) a quitarse la vida, que se olvidase del cielo, y del infierno, que si lo hacía, si la ayudaba, se perdería para siempre, y ya nunca volvería a encontrarse. Scorsese escarba en esta hipótesis durante las más de dos horas y media de duración de su film, tejiendo plano a plano, frase a frase, gesto a gesto, todo un tapiz de la complejidad del corazón humano, bombardeando al espectador de continuo con incómodas preguntas: ¿Qué nos hace ser lo que somos? ¿Dónde se sustentan los cimientos de la identidad? ¿Qué relación existe entre la identidad pública y el fuero interno? ¿Es posible mantener la propia esencia donde dominan la coacción y la manipulación? La cinta deja algunas de ellas abiertas, resolviendo otras con mayor o menor acierto, resultando a este respecto especialmente discutible el último plano del film.

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Como era de esperar en un proyecto que sabemos tan personal, Scorsese pone todo su esfuerzo en hacer de Silencio una obra maestra, una joya de su filmografía. El ansia de perfección del realizador americano abarca la fotografía de Rodrigo Prieto, que evoca sin rebozo a aquel otro gran film sobre las misiones jesuíticas, La Misión (The Mission, Roland Joffé, Reino Unido, 1986). En la misma línea, el guion resulta extremadamente sólido, con momentos de cariz científico en lo teológico y en lo histórico. Y el trabajo de dirección se aprecia meticuloso, ordenado, brillante.

Dicho todo esto, parece que Scorsese alcanzase con Silencio, en efecto, el clímax de su carrera. Sin embargo, no es así. Hay una pieza que no acaba de encajar en el conjunto, solo una, pero clave, que marca la distancia entre la obra maestra que se pretende y el film memorable (pero nada más que memorable) que se visiona. La clave nos la da Alain Bergala en su recomendable opúsculo La hipótesis del cine: “El actor es un componente esencial de la película percibida por el espectador: si está mal escogido o es malo, incluso el mejor guion se hundirá sin que ningún virtuosismo técnico o lingüístico pueda hacer nada por evitarlo”. El elenco de actores que participan en Silencio es maravilloso. Lamentablemente, sin embargo, la elección de Andrew Garfield como protagonista se antoja más que fallida. No porque sea un mal actor en sí, sino porque carece de la profundidad y los registros dramáticos requeridos para dar vida a su personaje. Otros intérpretes de su generación, si bien algo mayores, como Jake Gyllenhaal o Tom Hardy, se hubiesen prestado con mayor acierto a representar un papel que a Garfield le viene demasiado grande.

Es muy probable, por tanto, que el espectador que se sienta impelido por la obra de Scorsese, por sus dilemas morales y por su belleza formal, sienta la pesadumbre de haber visto una obra que podría haber sido lo que no llega a ser. De haber contemplado ese bellísimo tapiz del que hablábamos… Pero un tapiz algo deshilachado. Lástima.

Rubén de la Prida

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