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Un Cuento de Canterbury (A Canterbury Tale) (1944)

Un cuento de CanterburyNota: 8

Dirección: Michael Powell, Emeric Pressburger

Guión: Michael Powell, Emeric Pressburger

Reparto: Eric Portman, Sheila Sim, John Sweet, Dennis Price, Esmond Knight, Charles Hawtrey

Fotografía: Erwin Hillier

Duración: 124 Min

En 1944, la propaganda belicista, destinada tanto a reforzar la moral de la retaguardia como a enardecer a los nuevos combatientes, secuestraba la cartelera del mundo libre inundándola de batallas épicas e inspiradoras, tomadas del acervo histórico nacional o bien de los episodios más recientes del conflicto mundial en curso. Sin embargo, The Archers eran más sensibles y conservaban intacto su innegociable espíritu humanista, ajeno a etiquetas y maniqueísmos desquiciados por la sinrazón, lo que les permitirá apostar no por el odio que separa a los hombres, sino por la belleza universal que les une. Michael Powell, británico, y Emeric Pressburger, alemán, estrechos, feraces, talentosos y originalísimos colaboradores artísticos desde 1939 –tiempos en los que se podía sentir en el aire el denso hedor de la ignominia inminente-, ya habían tenido la osadía de hermanar sus dos pueblos de origen el año anterior en la excelente Vida y muerte del coronel Blimp. En ella, la refulgente cabellera pelirroja de Deborah Kerr, suspendida mágicamente en el tiempo, tenía más valor que la Guerra de los bóers, la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial juntas.

La premiere de Un cuento de Canterbury data del 11 de mayo de 1944. Por aquel entonces, los aliados creen en la victoria, pero el triunfo final está aún lejos de vislumbrarse. Resta menos de un mes para el Día D en Normandía, pero también para que las temibles V-1 nazis sobrevuelan las Islas británicas, sembrando la muerte desde el cielo. Como el resto de su filmografía en común hasta el momento, la situación bélica domina una película que, en principio, parecía zafarse de tan nefasta vicisitud, dado que su ascendencia proviene de Los cuentos de Canterbury, la inmortal obra de Geoffrey Chaucer, pilar esencial de la literatura inglesa. Considerada la primera novela escrita en tal lengua, Los cuentos de Canterbury recopila una serie de relatos narrados, al modo de Las mil y una noches o el Decamerón, por un heterogéneo grupo de peregrinos en dirección a la catedral de la ciudad epónima, tumba del santo y mártir Tomás Beckett. En viaje y búsqueda de una tierra de revelación, redención y milagros, en definitiva.

Un Cuento de Canterbury

Sin embargo, la guerra se apodera del trasfondo del filme, como una parte fundamental del escenario donde se desarrolla: los soldados y tanques como sustitutos de los antiguos peregrinos chaucerianos, la población civil movilizada, el apagón nocturno para evitar ofrecer un blanco fácil a los bombarderos de la Luftwaffe, las horribles huellas de las explosiones del Baedeker Blitz de la primavera de 1942. Las trágicas ausencias personales. En este sentido, la introducción da paso al argumento con una elipsis similar a aquella preciosa inmersión en los baños públicos del anciano Clive Candy en Vida y muerte del coronel Blimp, exacta simbolización del río de la existencia. Aquí, un noble medieval lanza su halcón en pos de una torcaz, en medio de la bucólica campiña del condado de Kent. La cámara sigue el vuelo del ave que, a través de un corte de montaje, queda transformada en un avión de la RAF. Powell y Pressburger devuelven la mirada al hombre, que ahora viste casco de acero y atuendo marcial. La imagen es triste, pesimista. La película; no. En Un cuento de Canterbury, la inefable barbarie no impide ver el conmovedor bosque histórico y humano que acoge la obra. En realidad, la apertura de la narración nace en el campanario de la catedral de Canterbury, envuelto en música grave y trascendente, con el objetivo observando desde lo alto, como lo haría una divinidad benéfica y protectora. De hecho, a lo largo del metraje, la importancia del uso y la presencia de la luz reafirmará esta idea de trascendencia mística.

Es por tanto el Destino el encargado de unir los caminos de Bob Sweet, sargento del ejército estadounidense acampado en Inglaterra; Alison Smith, una joven voluntaria civil, y Peter Gibbs, sargento de las fuerzas británicas; todos ellos congregados por azar en la minúscula localidad de Chillingbourne, a los pies de Canterbury. En cierta manera, la irrupción del enigmático ‘hombre del pegamento’ sigue esta idea de la injerencia de lo sobrenatural, ‘mcguffin’ que sirve una leve trama de intriga que ejercerá como hilo conductor de la cinta –aunque, en su desenlace, la vertiente ‘sexual’ de su excusa resulte un tanto anticuada vista a día de hoy-. Esta misteriosa figura actúa por tanto como intermediario iluminado dentro del recorrido íntimo que el singular trío protagonista experimentará en la aislada e idílica campiña británica, espacio de paz, contemplación y reencuentro con las maravillas de la vida, indelebles incluso para el horror más absoluto, que apenas logra arañar su quietud exterior por medio de los ruidosos e impertinentes carros de combate.

Un Cuento de Canterbury

En medio de este paisaje romántico, retratado en bellísimas postales por Powell y Pressburger -quienes retornaban al blanco y negro con la hermosa fotografía de Erwin Hillier-, Bob, Allison y Peter, perfectamente perfilados en sus características personales –sencillo, pragmático y afable; audaz, honesta y valerosa; inteligente, decidido y con una melancolía disfrazada de conformismo, respectivamente- conviven, sienten; airean sus cicatrices comunes, descubren sus inquietudes y anhelos compartidos. Los actores, alejados del relumbrón de las estrellas cinematográficas, son identificables como cualquier hijo de vecino. Ejemplo paradigmático de ello es John Sweet, quien comparte apellido y buena parte de su aventura vital con su alter ego en escena, Bob Sweet. Natural de Minnesota y también sargento de servicio en Reino Unido, sería escogido por su representación física y emocional del americano que explora los prodigios cotidianos de un mundo cercano y distante para él. Sweet expresa con fidelidad la campechanía y la despistada jovialidad de su personaje, que se transforma en lo que de inicio parece una intrusiva familiaridad para, poco a poco, desnudar su alma delicada y amable, llena de curiosidad y entusiasmo, más pensativa y profunda de lo que dictan las apariencias. Sweet acabaría donando sus 2.000 dólares de sueldo a la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color.

Regresando a los fotogramas, el tono dulce y el ritmo apacible del relato, donde toda muestra de candidez está bien entendida, festeja los firmes valores morales disfrazados en el costumbrismo de la historia y, en conclusión, el entendimiento ecuménico entre gentes y culturas –los entrañables desacuerdos y encuentros entre provincianos y londinenses y entre ingleses y americanos, que en la pareja de cineastas alcanzará su cénit en la venidera A vida o muerte-. Este sentir optimista no significa que Un cuento de Canterbury renuncie a reconocer la doliente tristeza que propicia tan abominable contexto histórico –las visitas americanas que siempre llegan en uniforme militar-, pero, en conjunto, la arrebatadora fuerza de su vitalidad consigue despejar los nubarrones que cubren Europa. Michael Powell y Emeric Pressburguer creen en los milagros. Creen en la humanidad. Fracasarían rotundamente en crítica y taquilla.

 Victor Manuel Rivero

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