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Seinfeld (1989-1998)

La primera vez que escuché hablar de «Seinfeld» fue en los lejanos 90. Canal + emitía parte de su programación en abierto y parte en codificado. La parte codificada estaba reservada a los niños ricos, pero la parte en abierto no estaba nada mal e introdujo en España series míticas como «Get a Life» y otras curiosas como «Dream On». Vendían la nueva sitcom como “el no va a más de la televisión americana”. Esto me produjo desconfianza. Luego vi algunos episodios y sentí más rechazo que otra cosa. Los personajes me parecieron despreciables y me resultó imposible empatizar con ellos.

Década y media más tarde «Seinfeld» volvió a mi vida gracias a una discusión etílica con amigos. Hablábamos sobre nuestras sitcom favoritas y algunos defendíamos «Frasier» mientras otro sector postulaba «Seinfeld». El signo de nuestros tiempos es que tales diatribas se diriman en internet, al cual acudimos como a la corte del Rey Salomón, para descubrir que la valoración en IMDB de Seinfeld aventaja a Frasier en casi un punto.

Esto picó mi curiosidad. Los tiempos habían cambiado. Yo había cambiado. Ver televisión en la televisión es algo que sólo hago en mis momentos más bajos. Ver televisión o cine doblado me parece hoy en día un crimen digno de cárcel. Los años también me habían vuelto más cínico y moralmente ambiguo. La puerta de mi mente estaba tan abierta para «Seinfeld» como la del propio apartamento del cómico. Decidí darle una segunda oportunidad a la serie…

… Y me reventó el cerebro. En los tres años que han transcurrido desde aquella epifanía he visto los 180 episodios completos en tres ocasiones. Algunos míticos como “The Library”, “The Pilot”, “The Marine Biologist” o “The Junk Mail”, muchas más veces. Son mi opio. Son mi paracetamol. Son mi biblia postmoderna. Son La Ilíada y La Odisea del urbanita treintañero con síndrome de Peter Pan y moral dispersa.

Con esa estética inconfundible de las sitcom americanas de los 90 no sería difícil caer en el error de pensar que estamos ante un producto trasnochado. Pero las apariencias engañan porque aquí hay mucho más de lo que parece a primera vista. «Seinfeld» demostró que una serie de TV podía triunfar (Y de qué manera) a pesar de romper con las rígidas convenciones del medio.

Una sitcom que trata “sobre nada”, donde los personajes nunca se abrazan ni aprenden ninguna lección moral, y que no tiene reparos en introducir giros meta-ficticios en sus guiones, como en la trama multi-episódica en la que Jerry y George intentan vender el show “Jerry” a la NBC. El show dentro del show. No en vano muchos críticos consideran Seinfeld lo más rompedor y vanguardista en televisión desde “Monty Python’s Flying Circus”.

La cantidad de ingenio y talento volcados en su producción son industriales. La genialidad de las historias debe mucho a Larry David, que siempre logra (según él gracias a la intervención divina) hilvanar complejas tramas a través de conflictos insignificantes, como en el episodio en que a Elaine le obsesiona la estúpida costumbre de su jefe, que come las chocolatinas con cuchillo y tenedor. Luego George, siempre buscando ridículas estratagemas para camuflar su mediocridad adopta el hábito en las comidas de empresa. La imbecilidad se impone y pronto medio New York se ha contagiado. En la escena culminante del episodio Elaine, rodeada de pomposos insensatos incapaces de engullir sus snacks sin cubiertos, grita desesperada “¿¡Nos hemos vuelto todos locos!?”.

El éxito cosechado por «Seinfeld» no tiene precedentes. Su creador acumuló una fortuna grotesca que ahora le permite coleccionar Porches como si fueran cromos de beisbol. Cuando la serie terminó (Jerry Seinfeld rechazó 110 millones de $ por hacer una décima temporada) la cadena dejó durante un tiempo su espacio en la parrilla vacío y emitía en su lugar una foto fija de una oficina cerrada. La serie supuso tal fenómeno social que muchas de sus “catch phrases” como “Sponge-worthy”, “Yada, yada, yada” o “No soup for you” se han convertido en recurrentes en la cultura popular.

Pero el mérito no cabe atribuirlo a ningún ingrediente de la receta, sino al resultado conjunto del trabajo. Un equipo de guionistas de talento estratosférico alimentó la bestia con material de primera calidad bajo la atenta supervisión de Jerry y Larry David, siempre cuidadosos de los detalles y la coherencia narrativa del conjunto. Jason Alexander, Julia Louis-Dreyfus y Michael Richards son genios de la comedia. Todos nos hemos sentido alguna vez tan desquiciados como George o Elaine, y todos tenemos algún amigo (casi) tan pirado como Kramer. Pero los personajes secundarios y episódicos son estelares. Mis favoritos sin duda el cartero elocuente Newman y Frank Constanza, el padre de George (Interpretado por Jerry Stiller, padre de Ben Stiller, y mucho más gracioso). Sin ellos la serie nunca habría alcanzado esas cotas de hilaridad semi-letal.

En definitiva, una serie indispensable para entender el siglo XXI. Para soñar que vivimos en el Manhatan pre-11-S. Para entender los límites de excelencia más altos que puede alcanzar la comedia y la creación humana, en general. Un elixir para paliar el vacío existencial y metafísico de nuestras vidas. Junto con The Soprano y The Wire, lo más olímpico que ha parido la televisión en su época dorada. Espero que en algún bunker de Utah algún visionario haya puesto a buen recaudo los DVD, para que sobrevivan al holocausto nuclear, ecológico o interplanetario que nos merecemos y que pronto arrasará esta civilización decadente.

Martín P. King

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