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Casquería Fina: “Yo, el halcón”. Stallone echándole un pulso al buen gusto.

Entre los argumentos más recurrentes para desplegar un largometraje, las confusas, cambiantes y siempre problemáticas relaciones paterno-filiales. Entre las cintas que con menos decoro se ocupan de éstas, las pelis de acción. Entre las pelis de acción que más torpemente parten del citado conflicto, la nefasta “Yo, el halcón”, nuestra dosis periódica de Casquería Fina. Agárrense que vienen curvas.

“Yo, el halcón” -escrita por el polifacético Sylvester Stallone-, arranca con una puesta en escena del todo punto calamitosa. Stallone, ataviado con un pantalón que compromete seriamente su descendencia futura, recoge del cole a su repeinado hijo. Este convencional – y potencialmente insulso- inicio, no tardará en devenir el comienzo de un drama familiar sustentado en la superación y el entendimiento. Y es que Hawk –personaje horrorosamente interpretado por Sly, faltaría más- tuvo que abandonar a su vástago nada más nacer, y el acontecimiento que abre la cinta no es sino su anhelado e inesperado reencuentro.

Lo malo es que Michael, el hijo pijo de Stallone, es un repelente preadolescente adoctrinado férreamente en una academia militar -flipen con la foto-. Un hueso duro de roer, vamos.

Hawk, sin embargo, no dará su brazo a torcer –obvio si nos atenemos al hercúleo volumen por éste presentado-, y se impone desde entonces, y a lo largo de la práctica totalidad de la cinta, la noble tarea de educar al chaval. De otorgarle la confianza necesaria para afrontar los reveses que la vida atiza; de mostrarle el anverso agridulce de la existencia humana. En suma, de recuperar el cariño y los años de ausente paternidad.

Para ello, Stallone echará mano de una estrategia infalible en este tipo de filmes: la más edulcorada e indisimulada sensiblería. Vereda que, como sabrán, requiere de una precisa musicalización. Giorgio Moroder, personaje de apellido fascinante, será el encargado de poner la guinda sobre todo momento pasteloso que la cinta presente.

Tan encomiable es la labor por Moroder desarrollada -adulación despachada desde la más socarrona ironía-, que sus piezas terminan por volver insalubre su visualización para todo espectador aquejado de diabetes.

Moroder, descubridor de Donna Summer e icono del dance. Tres Oscar adornan sus estanterías, un colosal bigote su labio superior.

La dirección corre a cargo de Menahen Golan, afamado productor de acción serie B. Entre los méritos de Golan, dar la alternativa cinematográfica a un desconocido Jean-Claude Van Damme, ya saben, con los años, el autoproclamado “Fred Astaire del karate”.  Aquellos –como aquí el fulano que les habla- que habitualmente degluten ingentes cantidades de estiércol fílmico, encontrarán indiscutibles similitudes entre la peli aquí diseccionada y las seminales “Contacto Sangriento” y “Kickboxer” –comandadas por el inefable Van Damme en sus tiernos años mozos, y producidas por un visionario Golan-.

Y así deambulamos hasta el tramo final de “Yo, el halcón”; verdadero aliciente para los acólitos del mamporro y los más estrambóticos retos dialécticos –tan propios de esta tipología de entregas-. Hawk, sensible camionero amén de voluntarioso padre, resulta ser también un fenómeno en el ignoto submundo del pulso –o arm wrestling, en su poética traducción yanqui-. Nuestro prota, que lleva años soñando con participar en el mundial de la especialidad, acude a la cita tratando de recuperar el respeto de su hijo. Y acuciado, eso sí, por la mucho más mundana necesidad de rellenar sus maltrechos bolsillos. A partir de aquí, media hora de cine electrizante conducido por un cast absolutamente demencial. Épica Casquería Fina escalfada con sudor de carretera.

“Siempre he soñado con ser un batido”. De proteínas, supongo.

“Yo, el halcón” cruce de caminos entre el más predecible cine familiar, la más ciclada road movie y el más cochambroso western moderno –aquel donde los duelos no se dirimen con precisos balazos, sino a través de febriles pulsos-.

Alberto G. Sánchez – pelucabrasi – @pelucabrassi

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2 Comentarios

  1. jajaja. Totalmente de acuerdo con la crítica, aunque tengo que reconocer que es una de esas peliculas de los 80 que se veia con los amigos y luego estabas mas de una semana en el colegio echando pulsos con cualquiera que se te acercara!!

  2. Te entiendo perfectamente. De hecho, Rocky hizo lo propio con el boxeo (yo soy un incondicional aficionado al Noble Arte).
    Menos mal que ya era un adicto al fútbol para cuando padecí «Evasión o Victoria». Te dejo mi Casquería Fina: http://www.bandejadeplata.com/articulos-de-cine/casqueria-fina-%E2%80%9Cevasion-o-victoria%E2%80%9D-el-futbol-es-asin/

    Un fuerte abrazo Eloy