Blog de Cine

Cómo Wes Anderson y yo nos convertimos en grandes amigos

No os voy a engañar, mi relación con Wes Anderson nunca fue coser y cantar. Probablemente estéis familiarizados con la típica historia de «conoces a alguien y tienes la sensación de que vais a congeniar sin dificultad». De repente, sin saber muy bien porqué, te das cuenta de que algo falla. La primera vez que vi una película de Wes, pensé: “debería gustarme, pero hay algo en ella que no solo me distancia de su mensaje, sino que además me irrita sobre manera”. Y es que Anderson es ese tipo de artistas a los que amas profundamente, o detestas con toda tu ira.

Una foto que tiré a Wes en nuestras últimas vacaciones juntos

Pero afortunadamente, cuanto más viejo, más sabio. Durante estos años, he podido comprobar algo que ya sabía, pero que es más fácil identificar desde cierta distancia (sí, es un eufemismo para decir experiencia, bagaje, lo cual implica cierta edad): nuestros gustos y nuestra forma de ver la vida cambian con el inexorable paso del tiempo, ya seamos creadores o consumidores de arte. Sinceramente, no sabría precisar cuándo se cruzaron mis líneas vitales con las de Wes, pero sospecho que “Academia Rushmore” fue nuestra primera intersección.

Lo reconozco, cometí el error de penetrar en su mundo a través de «Los Tenenbaums. Una Familia de Genios» (2001), su tercera película. Recuerdo que él me decía: «¿Qué haces Carlo (siempre se come la s)?, deberías empezar por la primera: «Bottle Rocket» (1996)». No le hice caso. Francamente, los estúpidos Tenenbaum me parecieron una memez; entendía las intenciones del nuevo enfant terrible del cine indie americano, pero no compartía su forma de plasmarlas en imágenes. El argumento me resultaba atractivo, pero su obsesión por las panorámicas, el exhibicionismo de su diseño de producción, y sus personajes innecesariamente extravagantes, despertaban mis instintos más asesinos. Hablando claro, me parecía un cretino que pretendía ser moderno y retro a la vez. Quizás no me encontraba en un momento de mi vida en el que la tolerancia hacia nuevas formas fuera mi prioridad, pero eso es otra historia.

Pasó el tiempo y «Academia Rushmore» (1998) cayó en mis manos. Despistado de mí, me dejé guiar por la testosterona que despertaba en todo mi ser, la inquietante presencia de Olivia Williams, una de esas mujeres que sin saber porqué te hacen tilín. Recuerdo que él siempre me decía: «tengo especial cariño por mi segunda película». Y la verdad es que este segundo trabajo, protagonizado por un inmenso Bill Murray, me sorprendió por su frescura, así como por la construcción de unos personajes tan entrañables como bizarros, y su interesantísimo mensaje: exprime la vida al máximo, pero siempre aspirando al equilibrio. «Academia Rushmore» hizo que me replanteara mi relación con Wes a través de su pasado, pero con la cautela que provocaba conocer su futuro inminente.

Hicimos las paces, sí, pero a la espera de visualizar la película que confirmaría si «Los Tenenbaum» (confesar que a día de hoy, incluso la soporto) había sido un error, o simplemente la confirmación de que Wes era la viva imagen del postureo (versión cinematográfica). Fue entonces cuando él, con todo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros, me presentó «Life Aquatic» (2004), una película tremendamente original que mantenía las constantes estilísticas de su anterior trabajo, pero esta vez envueltas en una imprevista madurez. Nuevamente protagonizada por una familia disfuncional, la cuarta película del director tejano afianzaba los rasgos característicos de su cine. El guión, coescrito junto a Noah Baumbach (Una Historia de Brooklyn, Frances Ha), derrochaba ingenio y profundizaba de manera inteligente en la psicología de los personajes y en la definición del término «familia». Pero algo no funcionaba en ella; Wes había aprendido el arte de la narración, pero al igual que sucedía con su tercera película, no daba con la clave para dominar el arte del desenlace. Le dije: «Tío, te curras una película tan chula para acabar estirándola infinitamente sin sentido ¿por qué?». Él se justificaba, afirmando que le apetecía rematar su personal homenaje a «Moby Dick», una de sus novelas favoritas. Aún así, fue suficiente para que firmáramos una tregua en nuestro personal tira y afloja.

Recuperé la confianza en el cineasta que tanto me hizo disfrutar con su «Academia Rushmore», albergando la esperanza de que su próxima tentativa fuera la que le encumbrara en mi particular olimpo de los directores cinematográficos. Pero no fue así. «Darjeeling Limited» (2007) pasó con más pena que gloria por mis esperanzadas retinas. Anderson parecía más preocupado por zambullirse en la India, maravilloso contexto en el que se desarrollaba su nueva historia, que por agradar a todos los que esperábamos su obra maestra. Nuestra relación volvía a estar en el disparadero, y pequeños detalles sin importancia, como el hecho de que volviera a contratar al insoportable Jason Scwartzmann para uno de los papeles protagonistas, estuvieron a punto de convertirse en la gota que colmara el vaso. Wes argumentaba que había intentado firmar su obra familiar definitiva, en la que tres hermanos, a raíz de la muerte del padre, eran capaces de olvidar todo aquello que les había mantenido separados durante mucho tiempo, para reconstruir la unidad familiar junto a su madre. Acepté barco como animal acuático, sabiendo que probablemente estuviera intentando ganar tiempo para recuperar mi apoyo con su siguiente proyecto.

Decidí mantener nuestra relación de amistad, a pesar del desgaste provocado por la alternancia indiscriminada de sorpresas agradables y terribles decepciones. Cuando quise darme cuenta, encontré ante mis ojos una de las joyas cinematográficas más sorprendentes de los últimos tiempos. Y no me refiero a «Fantástico Sr. Fox» (2009), película que he dejado estratégicamente apartada para ver inmejorablemente acompañado, sino a «Moonrise Kingdom» (2012), una enternecedora historia de amor, protagonizada por dos preadolescentes marginales que de repente encuentran el sentido de sus vidas el uno en el otro. De una vez por todas, Wes fue capaz de armonizar fondo y forma en una misma película, sin dar la espalda a sus temas recurrentes y manteniendo su particular estilo visual.

Tras el éxito de «Moonrise Kingdom», Wes y servidor mantuvimos una interesante conversación en la que le invité a soltarse su rubia melena definitivamente. Le dije: «Wes, estás obsesionado con abordar temas trascendentales; saca todo el cine que llevas dentro, tampoco es necesario realizar un ensayo sobre el amor o la familia cada vez que haces una película. Y ya de paso, haz como que se te olvida llamar a Jason Schwartzman en tu próximo proyecto». No me malinterpretéis, no quiero llevarme todos los méritos por la magnífica «El Gran Hotel Budapest«; pero es innegable que mi gran amigo se muestra mucho más relajado en esta preciosa y trepidante película que, sin renunciar a sus temas recurrentes ni a su inimitable estilo visual, representa un paso más allá en su carrera y una prueba más de su madurez artística. Por cierto, avdivinad a quién se deben las influencias europeas en este último trabajo…

Carlos Fernández Castro

.

Etiquetas:

3 Comentarios

  1. Interesante punto de vista, ¿y cuando dices que me lo presentas?.

  2. Pues para los Tenenbaums sigue siendo mi favorita, y a pesar de las ganas que tenia disfrutar Gran Hotel Budapest, no brillo para mi. Ya sabemos que las expectativas son unas traidoras, así que me daré unos meses para volver a ver la.

    • Tienes razón Adrian, las expectativas suelen ser grandes enemigas. Sobre todo porque a veces te esperas algo muy concreto, y si no responde exactamente a la idea que te habías hecho, te decepciona; aunque sea la mayor obra maestra que hayas visto jamás. En fin, aparentemente Wes Anderson, sigue su línea, pero en el fondo es un paso más dentro de su constante evolución como cineasta. Que guste más o menos, es otra cuestión diferente.