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David Lynch, Seis Hombres Enfermos, y la Canción que más tiempo lleva sonando en la Historia de la Radio

La obra definitiva de David Lynch, Inland Empire, empieza con un vinilo girando en un tocadiscos. Esta imagen, que podría parecer un delirio fortuito, es crucial para comprender la posición de la película dentro de la filmografía de su autor. El movimiento del disco es continuo, imparable, recurrente, pero el encuadre hace que se antoje casi estático, como un dibujo a lápiz. “La canción que más tiempo lleva sonando en la historia de la radio”, anuncia una voz acompañada de un sonido misterioso y del ruido amplificado y periódico del platillo dando vueltas incesante, potenciando verbalmente la idea de ese eterno retorno del disco sobre su propio eje. Con este inicio se alude a todas las películas que preceden a Inland Empire y que irremediablemente conducían a ella. Sin embargo, el nostálgico vinilo no es sólo una rememoración del pasado, sino que, como toda la cinta a la que introduce, entronca directamente con el comienzo del imaginario de su realizador.  Así, en este texto nos remontaremos mucho más atrás en los años, hasta 1967.

Cuenta el propio director [1] que, mientras estudiaba en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania (Filadelfia), se produjo un fenómeno azaroso: la pintura que el joven alumno tenía entre manos pareció moverse. En ese momento el futuro cineasta quiso experimentar dotando de movimiento y de sonido a una de sus obras pictóricas. Algunos meses después estaba construida una gran pantalla-escultura sobre la que se proyectaba una animación al tiempo que sonaba una sirena: había nacido Seis hombres enfermos (Seis veces), la primera incursión de David Lynch en el cine [2].

La pantalla-escultura contenía tres cabezas en relieve. Al empezar la animación, sobre ella aparecen otras dos más, pero, a diferencia de las anteriores, no presentan una expresión de horror inmutable, sino que parecen mantenerse en estado perfecto de salud. Es entonces cuando ambas son conectadas por una suerte de vómito, infectándose entre ellas y a una tercera que surge a partir de estos fluidos. Mientras tanto, diversas líneas caen de las cabezas simulando las entrañas de los hombres. Una cortina negra asciende, a modo de miasma virulento, representando, probablemente, la enfermedad mortal. Al final, se produce una explosión de color violeta que recuerda a una expulsión repugnante de pus, a la vez que los órganos revientan. Simultáneamente suena la sirena.

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En esta agonía patológica, el espectador, aun no comprendiendo lo que presencia, experimenta repulsión, tortura o desazón. De esta manera, con un corto tan primario se evidencia el carácter sensorial y surrealista que gobierna toda la producción lynchiana, carácter llevado al extremo en Mulholland Drive y, sobre todo, en Inland Empire, obras en las que el discurso narrativo, si existe, sucumbe bajo la fuerza de lo irracional y las emociones.

La oreja cortada, y ya mohosa, de “Terciopelo azul”

El barón Harkonnen (Kenneth McMillan) de “Dune” en una sesión de drenaje de su cara supurante.

Asimismo, pese a ser un trabajo tan prematuro, en Seis hombres enfermos se encuentran casi todos los elementos temáticos visibles en la filmografía de Lynch. Deformidad y enfermedad se manifiestan de un modo u otro en todas las películas del director, no sólo ya en El hombre elefante (el caso más obvio, ya que el síndrome constituye la columna vertebral del film), sino en cintas aparentemente más alejadas de este tema, como Una historia verdadera, en la que la enfermedad y la discapacidad sirven de punto de partida. Son habituales la degeneración de organismos en descomposición y la secreción de jugos, pus y vómitos, como los  absorbidos de la catadura ponzoñosa del barón Harkonnen en Dune, o la oreja cercenada de Terciopelo azul. El horror, la locura y la demencia, que en Seis hombres enfermos se esbozan a través de las expresiones de espanto de las figuras y de las manos con las que se cubren los rostros, son primordiales en todos los filmes del director, ya sea porque constituyen la razón misma de la película (Carretera perdida, Mulholland Drive o, por supuesto, Inland Empire), o porque se revelan a través de personajes concretos que los encarnan, como Frank Booth (Dennis Hopper) en Terciopelo azul o Bobby Perú (Willem Dafoe) en Corazón salvaje. Podría considerarse que la exposición de los estómagos es un intento de descubrir la capa de complejidad que subyace bajo lo superficial y lo cotidiano, una forma de explicar que “este es un mundo extraño” (Terciopelo azul). El cortometraje se refiere, incluso, a mundos industriales, humeantes, polutos, plomizos, a los que recuerda el ruido metálico de la sirena persistente, que aunque puede proceder  de una ambulancia (enfermedad), también puede tener su origen en el toque de queda de un ambiente corrompido y enrarecido, como el que habita Henry Spencer (Jack Nance) en Cabeza borradora.

Frank Booth (Dennis Hopper) –izquierda–, el Hombre Misterioso (Robert Blake) –centro– y Bobby Perú (Willem Dafoe) –derecha– son la cautivadora personificación de la demencia y el horror.

En Carretera perdida se observa cómo, en contra de las leyes de la física, el tiempo discurre en sentido contrario, volviéndose a situaciones ya vividas. En Mulholland Drive la realidad se transforma y se repite deformada. Del mismo modo, “Seis veces”, el subtítulo de Seis hombres enfermos, subraya uno de los aspectos más atractivos del cortometraje y que volvería a emerger en otras películas del director: la recurrencia. Una vez terminada la reproducción, cuando los cuerpos llegan a su clímax de degradación y estallan corroídos, todo vuelve a empezar desde el principio. La película se repite seis veces iguales, sin ninguna variación, aunque podría alargarse indefinidamente. Así, este corto de animación enseña la vida efímera, pero su carácter sempiterno diseca los seres vivos para que, aun siendo limitados en tiempo, permanezcan como “la canción que más tiempo lleva sonando en la historia de la radio”. Es, por consiguiente, una pintura en movimiento. El propio sonido de la sirena insistente, además de mantener al espectador en un estado de alerta constante y de malestar por las connotaciones  que alberga, es también recurrente. El pitido se repite una y otra vez, actuando como un todo que une las seis iteraciones. En cada repetición el sonido es idéntico, por lo que recalca y cohesiona el ciclo que rige la obra completa. El bucle (visual y sonoro) vuelve a traer el padecimiento del que los hombres no pueden escapar.

El bebé deforme de “Cabeza borradora”, con vendas y costras por su enfermedad, martiriza recurrentemente a su padre con su llanto constante.

Lo fascinante de Seis hombres enfermos es su capacidad de englobar en sólo un minuto tan considerable cantidad de ideas del sólido universo del director. “57 segundos de desarrollo y pasión, y 3 segundos de vómito” fueron capaces de apuntar, no sólo a Cabeza borradora, que se estrenaría unos diez años después, sino hasta su último largometraje, Inland Empire. La recurrencia, las secuencias oníricas o la temática lynchiana habitan ya en un trabajo tan primitivo que, una vez visto, ya sea por su extrañeza o por las sensaciones que transmite, no se olvida. Realmente, ninguna obra de Lynch abandona al espectador tras el visionado. En su lugar, del mismo modo que aquel disco que abre Inland Empire, todas ellas siguen girando en nuestra mente, recurrentemente, indefinidamente.

Alejandro Sánchez

[1] The Short Films of David Lynch.

[2] Hoy día vemos “Seis hombres enfermos” en forma de cortometraje, pero en su presentación en la Academia de Bellas Artes la obra era una escultura sobre la que se proyectaba una animación. Esto explica el hecho de que el corto sólo conste de un plano fijo.

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