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Amor (Amour) (2012)

Nota: 9,5

Dirección: Michael Haneke

Guión: Michael Haneke

Reparto: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert

Fotografía: Darius Khondji

Duración: 127 Min.

En un momento conciso de la trama, cuando el personaje que interpreta Emmanuelle Riva comienza a percatarse del proceso de degradación física y psicológica inducida por la grave enfermedad que padece, ésta le espeta a su marido Georges que «las ideas y la realidad son raramente similares». En una estrategia que bien podríamos catalogar de provocadora, Michael Haneke decidió titular su nueva película con el sucinto término de ‘Amor’, una génerica etiqueta  lingüística que nos remite a un conjunto de sentimientos naturalmente humanos que, sin embargo, han sido delimitados conceptualmente hasta conformar una idea más o menos homogénea, y en cierto modo estereotipada, de aquello que puede definirse como tal.

Quizás por ello la osadía intelectual del realizador austriaco es mayor aún, en cuanto tensiona los arquetipos socialmente preconcebidos y los rebate con una versión contradictoria y heterodoxa del amor donde no hay lugar para clichés de romanticismo impostado, tan sólo una lacerante deriva de los acontecimientos que postran a sus protagonistas ante el más abrumador e irresoluble de los trances, la muerte y su proceso previo e inequívoco de deterioro.

No existen señales que inciten a prepararse, ni subterfugios banales para aplazar una realidad imprevisible: tan sólo ocurre, y es entonces cuando todo cambia de un modo irrevocable. El tiempo se torna finito y los espacios se estrechan como un túnel sin salida difícil de desandar. Y la espera, esa expectación macabra marcada por la lenta postergación de quien se sabe ya, en cierto modo, ausente.

Una noche, los compases melancólicos de Schubert, interpretados por un talentoso antiguo alumno, reverberan en el espíritu otoñal de dos ancianos aferrados a una vida compartida  y ajena al ritmo ocioso del resto. Un día más tarde, Anne y Georges, afrontan el auténtico drama de una vejez sobrevenida de golpe que va más allá de los habituales achaques de la edad, que arroja a sendos individuos a un territorio desconocido donde el futuro languidece a medida que el cuerpo se niega a continuar con su mecánico funcionamiento.

El ictus de Anne supone una fractura radical de la cotidianeidad aprendida de la pareja. Es, además, un desgarro irreparable en la propia salud mental de ambos. Aunque es la mujer quien padece una enfermedad enquistada que ya nunca dejará de degenerar, su marido sabe que él tampoco podrá recuperarse jamás, que ya no es sólo demasiado viejo para desempeñar el trabajo físico que requiere el cuidado de su esposa, sino también para continuar con la vida que conocía. Por ello ni siquiera puede escuchar la música que solía compartir con Anne, pues se la devuelve en un estado que no volverá a gozar salvo en su imaginación.

Haneke configura milimétricamente los espacios del hogar en una atmósfera asfixiante que no cesa en ningún momento del metraje, si exceptuamos el viaje onírico de Georges a través pasillo inundado del edificio (quizás la representación del miedo a lo inexplorado). El realizador austriaco logra originar una suerte de universo cerrado que se enrarece ante la mera presencia de cualquier persona del exterior; ya sea la hija del matrimonio, los amables vecinos que ayudan al anciano con las compras, la desaprensiva enfermera que trata a Anna como una niña desobediente, o incluso la osada paloma que se escabulle hasta en dos ocasiones en el apartamento. Son como elementos extraños en la guarida de dos amantes que se han jurado permanecer juntos hasta el fin y más allá. De ahí que la promesa que Georges le hace a su esposa de no permitir que la internen en un hospital, sea llevada hasta sus últimas consecuencias, tal y como queda ilustrado por la imagen que provocativamente da inicio a la película justo antes de que la palabra Amor aparezca sobreimpresionada en el fondo negro; Anne yacente en su cama, con un vestido negro y flores en las manos, el cuerpo rígido y el rostro en paz. La habitación, su féretro.

Haneke no precisa de ningún tipo de suspense o estratagema argumental para narrar su historia. No desea distraer la atención del espectador con recursos accesorios. Tan sólo precisa de dos actores sublimes y un decorado de interior para abordar una de las películas más tristes y genuinamente humanas que se ha rodado jamás. El cine queda en un segundo plano en el afán por hacer aflorar una serie de emociones primitivas que nos enfrentan a la angustia de una muerte tan natural como devastadora. Una muerte que, aun lejos del drama desencadenado en situaciones marcadas por su carácter prematuro, no deja de ser inconcebible y aflictivo. Poco importa que la persona haya cumplido la nada desdeñable cifra de los 80 años, nadie está preparado para que la materia de la que estamos compuestos se desintegre hasta el fin de su existencia.

Más aún cuando ese proceso de degradación supone el quebranto de la dignidad personal, cuando la mente se dispersa y se presiente un desenlace cercano. Es entonces cuando las imágenes de una vida comienzan a desfilar por la memoria. Anne revisa sus fotos, sus recuerdos, viaja por los paisajes que los cuadros que decoran el apartamento, con la voluntad retrospectiva de quien se despide del mundo, lentamente.

Haneke, además de su prodigioso pulso y temeridad para aproximarse a los temas más esenciales del ser humano, cuenta en esta ocasión con el admirable trabajo de sus actores. Pocas veces se ha visto en pantalla una complicidad tan profunda y veraz como la mostrada por Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, una dúo de octogenarios que construyen unas interpretaciones al límite, esas que surgen de las entrañas.  Quizás se encuentren muy alejados del glamour y el academicismo de las petulantes estrellas del cine estadounidense, pero es un hecho indudable que sendos actores han regalado al séptimo arte una razón de peso para seguir catalogándolo con tan rimbombante término.

Amor no es una película fácil de ver. Más allá de su ritmo pausado, la continuidad de los espacios o su gusto minucioso por los detalles, Haneke somete al espectador a una abrumadora experiencia cinematográfica que zarandea con vehemencia los principios básicos de nuestro pensamiento y la propia percepción de la vida, arrojándonos a un territorio tan farragoso como el trance de descubrir la naturaleza finita del ser humano. Esto es un cine que, como diría Robertson Davies,  arraiga en el hueso y aflora en la carne.

Jesús Benabat

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2 Comentarios

  1. Después de haber visto «Amor», puedo asegurar que nada de lo que se afirma en la crítica me parece real, sino impostado: como todos dicen que es tan buena, hay que defenderlo a ultranza, aunque no se crea en ello. A mí me parece la obra de un enfermo mental: desagradable, espeluznante, hueca, sin sentido, cruel e inhumana, casi repulsiva. Las interpretaciones de los protagonistas han sido absolutamente sobrevaloradas, pues Trintignant compone un personaje antipático y pasivo, con desgana asombrosa, y Riva, una enferma con los tics habituales del doliente en las películas más comerciales. Si penoso es su desarrollo,risibles sus parábolas de parroquia paleta, su desenlace es todavía peor y absolutamente tremebundo e irreal, jamás en la vida ha sucedido, ni sucederá una historia semejante, tan disparatada, tan absurda. «Amor» no tiene poesía, nada de humanidad, ni belleza, ni siquiera encierra lección alguna: es una película moralmente abyecta que ataca al ser humana en sus cimientos, sin compasión, piedad o ingenio algunos. El final sobrenatural es de traca, y recuerda, sospechosamente, aquella cursilada de «Titanic», aunque sin aplausos. Si ésto es una obra maestra, yo soy Mickey Mouse. Como la ha hecho Haneke y es un genio, hay que aplaudirle. Cuando le den el Oscar,no quisiera estar en la sala, por si este demente suelta una bomba de ántrax en medio del personal.

    • Casi nada, Juan Nadie, jajaja, eso debería respondértelo Jesús, pero como yo pino igual, lo unico que se me ocurre es apelar a la diferente visión qeu cada uno tenemos de la misma obra de arte; algo que hace al cine todavía más grande.

      Un saludo

      Carlos