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Los peces rojos (1955)

POster de los Peces RojosNota: 9,5

Dirección: José Antonio Nieves Conde

Guión: Carlos Blanco

Reparto. Emma Peneca, Arturo de Córdova, Pilar Soler, Felix Dafauce, Felix Acaso, Manuel de Juan

Fotografía: Francisco Sempere

Duración: 93 Min.

En Surcos –el filme al que se atribuye un valioso giro comprometido dentro de una industria cinematográfica local defenestrada por el cine populachero parido por la desolación de la guerra-, el definitivo golpe de gracia, la última broma que sufrían sus desdichadísimos protagonistas, estaba estrechamente ligado a uno de los conceptos que caracterizarían la idiosincrasia española. “No podemos volver al pueblo”, rogaba -más que afirmaba- la matriarca del clan, escarnecido por la deshumanización de la gran ciudad. “Qué dirían de nosotros”. La apariencia, la maldita apariencia.

José Antonio Nieves Conde –a quien le costará enormemente reponerse de la suspicacia del Régimen hacia su reflejo de las penurias de la España a pesar de su pertenencia al sector no oficialista de Falange y de la filiación de las denuncias de Surcos con el ideario del partido- estrenaría cuatro años más tarde una película donde la apariencia constituye el argumento vertebrador, el fondo dramático, el suspense narrativo, el dibujo de los personajes, el tema del discurso, la discusión metalingüística y, en conjunto, la tenebrosa metáfora que se dibuja de la naturaleza del país –casi nada-. En Los peces rojos, las referencias a las máscaras, a los disfraces, a las poses, a las hipocresías y a los engaños son continuas en el guion y el decorado, desde las más triviales a las más relevantes. El descubrimiento que rompe el planteamiento inicial de la cinta revelando la oscura pantomima que lo sostenía, el hijo no confesado, la recepción cariñosa en el camerino a la que sigue un bofetón en cuanto se cierra la puerta, la sombra que acompaña a los personajes por más que oscile el enfoque sobre ellos, el editor que simula trabajar cuando realmente leía el periódico apoltronado en su despacho, la familiar que deshereda al padre por su aventura amorosa y lega su capital al fruto de tal lujuria, la traición romántica alentada por el vil metal, el relato policial que el recepcionista maquilla para ser “ameno”, las caretas entre las que se esconde él para culminar el plan con el que desfoga su frustración, el hombre que, llamándose Manolo, elige Mau-Mau como alias para su desempeño en la lucha libre.

Arturo de Cordova y Emma Penella en Los Peces Rojos

Es demoledora la contraposición que Los peces rojos traza frente al realismo descarnado que pretendía lograr Surcos –embebido no obstante de tremendismo melodramático- y que, más aún, comparece asimismo aquí en la descripción urbana y humana de la vida a pie de calle en la capital y las provincias. “Ahora lo que se lleva son las películas neorrealistas, de problemas sociales, gente de barrio,…”, explicaba a su querida un personaje de aquella obra, exteriorizando así, pícaramente, la ascendencia estilística y temática de la producción. En cambio, Hugo Pascal, protagonista de Los peces rojos y novelista de profesión, protesta y se indigna ante esa exaltación generalizada de un realismo prosaico y escatológico, idéntico a reproducir con morbosa fidelidad la existencia mísera del ganado; reivindicando por tanto que, en verdad, la fantasía y la capacidad para fabular es lo que define al ser humano: una criatura voluble, compleja y quebradiza que, a través de su mirada particular, condiciona el entorno a su alrededor por el mero hecho de existir, de ser un ente pensante.

Los espejismos, pues, dominan esta cinta de intriga que se abre en el mar embravecido, el cual, en su furia ensalzada por la banda sonora, promete un relato de crimen, angustia y emociones atronadoras, confirmadas a continuación por un asesinato travestido de tragedia y condenado por las agravantes terribles del parentesco, el pecado carnal y el pecado moral. Aunque insistimos, puestos ya en alerta cuando la llorosa mujer expone al investigador de turno que ella es actriz y su pareja es escritor, y reforzadas las sospechas por la bien templada interpretación del mexicano Arturo de Córdova –actor que había colaborado con Luis Buñuel, dato significativo- y en especial de una soberbia Emma Penella, los espejismos ejercen entonces su tiránico influjo sobre el desarrollo del relato, así como sobre el tono que revisten los fotogramas y la empatía hacia los protagonistas. Ambos titilan, se desmoronan y se recomponen al son de unos tópicos y de unos prejuicios asumidos –incluidos algunos sociales de la época, como que sean amantes sin estar casados o que él sea padre soltero por la pasión efímera de una noche-. Convenciones que, identificadas por el espectador, los colocan sin solución de continuidad en la posición de la femme fatale y la de primo, en la de mujer maleada por las circunstancias y la de mente sensible oprimida por la ignorancia, en la de superviviente honesta y la de creador enajenado.

Emma Penella en Los Peces Rojos

El público, sin embargo, pocas oportunidades tiene para asirse dentro de la pecera líquida que construye Los peces rojos a partir de su armazón de thriller; un género que experimentaría una suerte de auge y defunción en esta década y parte de la siguiente, con ejemplares como la pionera Apartado de correos 1001, Los ojos dejan huellas, Distrito quinto, A tiro limpio o El salario del crimen -a los que cabe añadir los modelos prefigurativos del propio Nieves Conde, caso de Senda ignorada y Angustia-. Aquí, esta estructura policíaca sirve además, como mandan los cánones del noir, para profundizar en ese retrato agrio y pesimista de la España derruida, desnutrida y corrompida de los años cincuenta –“He pasado tanta hambre… ¡Estoy harta de luchar!”, se escudará ella de forma tan contundente como certera-. Pero no solo eso. Por medio del excepcional libreto de Carlos Blanco –precisamente también guionista de Los ojos dejan huellas-, la cinta se escurre paralelamente hacia elaboradísimos terrenos metaficcionales y autorreflexivos en los que el autor, erigido en demiurgo, se ve acosado por la materialización de su universo imaginado y se enfrenta a las consecuencias de sus creaciones –las cuales, siguiendo esta línea, parecerá poder predecir por momentos en base a estos mismos clichés-. La sorprendente y radical modernidad –o posmodernidad, mejor dicho- de un texto que bien podría firmar un artista atormentado como Charlie Kaufman se ve refrendada por la fuerza de las imágenes de Nieves Conde, como la resonancia apocalíptica del Gijón bajo el azote de la galerna o las secuencias en las que el protagonista, empujado al borde del delirio, habla directamente a cámara entre planos torcidos y espesas tinieblas.

Esta valentía suicida y esta evolución visionaria fuera de su tiempo justifican y permiten disculpar la leve tendencia explicativa que brota de entre las líneas de algunos diálogos, al igual que un desenlace que deja cierto regusto incompleto -demasiado tenue, empero, para ser tenido en cuenta más de lo necesario-, es de suponer que motivado en parte por las obligaciones de la época.

Un prodigio.

Victor Rivero

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4 Comentarios

  1. Muchas gracias en nombre de todos mis hermanos por la valoración y por seguir recordando a nuestro padre. Los peces rojos siempre fue su película predilecta.

  2. Hola Virginia,

    Me produce mucha emoción tu mensaje. Es un auténtico placer para mí haber comentado (y sobre todo visto) esta obra maestra y me siento muy honrado por haber recordado la figura de su padre.

    Un saludo y, de nuevo, muchas gracias por el comentario.

  3. Fabulosa película. No la había visto, hace unos días leí en el periódico El Comercio de Gijón la noticia de la publicación del guión de Carlos Blanco y me faltó tiempo para buscar la película en internet. Amazón me la envió en tiempo record y a un precio estupendo. Acabo de disfrutarla. Una maravilla, no solo para los que vivimos en Gijón y conocemos los enclaves. Enhorabuena, Virginia, por lo que te toca!!!! Una obra maestra.

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