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M, el Vampiro de Düsseldorf (M) (1931)

Nota: 10

Dirección: Fritz Lang

Guión: Fritz Lang, Thea von Harbou

Reparto: Peter Lorre, Ellen Widmann, Inge Langdut, Otto Wernicke, Theodor Loos, Gustaf Gründgens

Fotografía: Fritz Arno Wagner

Duración: 103 minutos

¿Acaso puedo cambiar? ¿Acaso no tengo esa semilla maldita en mí? ¿Ese fuego, esa voz, ese suplicio? ¿Pero quién me va a creer, quién conoce lo que hierve aquí dentro? Eso que grita y ruge en mi interior que debo hacerlo…

Una niña juega despreocupadamente en la calle haciendo rebotar su pelota sobre un cartel. La cámara acompaña el movimiento juguetón de la esfera y se detiene frente al comunicado, cuyo contenido informa a los viandantes sobre varios crímenes infantiles aún sin esclarecer cometidos recientemente en la ciudad. La pregunta que encabeza el texto (“¿Quién es el asesino?”) parece interpelar directamente al espectador sobre la identidad del criminal, en el preciso instante en el que la silueta de un hombre sin rostro se acerca a la menor proyectando su sombra amenazadora sobre el papel.

Pronto descubriremos que el supuesto acertijo –como el propio criminal- es, en realidad, un falso enigma que silencia bajo el signo de “M” la presencia de una verdad reveladora y oculta. La respuesta a una pregunta secreta que se esconde bajo un complejo entramado de luces y sombras perpetrado por uno de los más grandes artistas del engaño.

Reconocida junto a “Metrópolis” (1927) como una de las obras más relevantes de su autor y ejemplo paradigmático de la cinematografía alemana de entreguerras, “M, un asesino entre nosotros” (1931) -título original del film que sería alterado posteriormente por la censura nazi- supuso además la primera película sonora dirigida por Fritz Lang y la penúltima de su etapa profesional anterior a su exilio americano. Tras desvincularse definitivamente de la UFA para crear su propia productora, Lang y su segunda esposa la escritora y guionista nazi Thea von Harbou, se interesaron por el caso de un asesino múltiple que venía sembrando el terror en las calles de Düsseldorf. Un psicópata a quien la prensa había bautizado con el sobrenombre de “el vampiro”, dada su afición a beber la sangre de sus víctimas tras abusar sexualmente de ellas. No se trataba, sin embargo, de un caso aislado.

El escenario de miseria, corrupción y degradación moral que asoló Alemania durante los años convulsos de la República de Weimar, podía presumir, mucho antes del ascenso definitivo de Hitler al poder, de haber producido algunos de los monstruos más tristemente célebres de la historia moderna. Asesinos despiadados como Georg Karl Grossman o Fritz Haarmann –citados expresamente en el film como paradigmas del tipo criminal al que se enfrenta la atemorizada población- a quienes se uniría pocas semanas antes de finalizar el rodaje de “M” el nombre de Peter Kürten, “el vampiro de Düsseldorf”.

En este contexto, Lang y Harbou se entrevistaron durante varios meses con miembros de la policía berlinesa, expertos en criminología, psiquiatras y diversos delincuentes comunes para documentar la película. El proyecto inicial pretendía así trazar un retrato realista en tono documental del perfil psicopático de un asesino en serie y los diversos mecanismos puestos en marcha por el dispositivo policial para su captura. Pero “M”, como todas las películas del genio vienés, es mucho más de lo que aparenta ser.

Durante la primera parte del film, la sombra del asesino se fragmenta en un collage de datos e interpretaciones que tratan de recomponer gradualmente su imagen original a partir de las huellas moldeadas por su presencia. La búsqueda nos guiará en sentido descendente desde los centros de poder hacia los círculos marginales de la pobreza y el crimen organizado. De este modo, la “locura” del criminal irá revelándose de forma cada vez más evidente como el reflejo exacerbado de un mundo tanto o más enfermo que el propio “vampiro”.

Para Lang, sin embargo, esta sociedad depravada no es la causante de la naturaleza perversa del psicópata sino, más bien, la mano que ha guiado sus pasos hacia el delito. En una de las secuencias más memorables de la película, la cámara acompaña por primera vez al protagonista durante una de sus “cacerías”. En un escaparate descubre la imagen de una niña en el interior de un espejo, cuyo marco se duplica en la vitrina dibujando sobre la cabeza del asesino una espiral de objetos punzantes que parecen brotar directamente de ella. El aura de una fuerza incontenible que nace y se expande desde su interior, trazando un movimiento obsesivo que desembocará en una explosión de violencia criminal.

Lang utiliza esta forma en espiral en distintos momentos del metraje1 para delatar el impulso asesino del protagonista y hacer visible la naturaleza caótica de su mente. Un signo cuyo centro señala directamente a la psique -y no a los condicionantes sociales- como origen del mal. Por eso, el juicio al que finalmente se verá sometido el “vampiro”, ya sea presidido por un honorable tribunal de justicia o por una deplorable corte de mendigos, delincuentes y prostitutas, acabará siempre abocado a la misma paradoja. Y de ahí, al inevitable encuentro con la verdad oculta que se escondía bajo la pregunta secreta. Una verdad que sólo será revelada en el último y demoledor plano del film: “debemos vigilar más a nuestros hijos”… para que no se conviertan en monstruos.

NOTAS:

1 Paradójicamente y en correspondencia con la cualidad sonora del film, la más notoria de estas formas no será visual sino auditiva: la melodía de “Peer Gynt” que el personaje silba de forma sistemática antes de ejecutar sus crímenes, repitiendo compulsivamente la misma serie de notas en un bucle que se repite en su cabeza una y otra vez.

Aythami Ramos

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1 Comentario

  1. Gran película, hay planos que no se me quitan de la cabeza. Un hito del cine. Gran artículo y buena cita la que lo introduce.