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Tardes de soledad (2024): Serra y el arte de ser salvaje

Partamos de la premisa de que, en mi opinión, Patrimonio Cultural de España debería ser la figura de Albert Serra en lugar de la tauromaquia, a mí entender una tradición arcaica, irrespetuosa con el mundo animal y representativa de lo que yo considero como masculinidad tóxica. Una vez perdido un alto porcentaje de mis escasos lectores después de esta afirmación, pasaré a comentar mis impresiones sobre una película documental que muy difícilmente no formará parte de mi top 3 anual cuando lleguemos a finales de año.

Después de verla, no tengo claro de qué lado está Serra (acaso importa), lo que me hace sospechar de su voluntad de representar esta tradición sin entrar en filias o fobias. Sí hay respeto hacia el protagonista de su película, de eso no cabe duda, pero también creo apreciar una interpelación al espectador cuando el cineasta catalán muestra los últimos suspiros de las víctimas de Roca Rey en planos que resultan violentamente largos para quienes sufrimos con el maltrato animal. Tal vez no fuera su intención, pero a algunos les sabrá a una tímida denuncia.

Podríamos dividir la película en dos estrategias narrativas que se alternan a lo largo de la película, siendo la dedicada a los viajes en coche de regreso al hotel de turno, después de la faena, la que menos tiempo ocupa en el metraje, y la dedicada a diversos fragmentos de corridas del torero la parte principal. Ambas comparten un Roca Rey que apenas se comunica mediante la palabra. El torero es un protagonista que observa y escucha, pero que más allá del «¡Toro!» dirigido a provocar a la res, no siente la necesidad de hablar. Tan solo le escuchamos dirigirse a su cuadrilla para manifestar ciertas dudas e inquietudes que en cierto modo le humanizan.

Serra se cuida de presentar un personaje frío y distante, un simple ejecutor, digamos, perfilando al matador como un enigma, un ser hermético y falible que, como cualquier otro humano, además de su talento tambien depende de su suerte, tal y como demuestran los amagos de cogida que jalonan el metraje y esas heridas de guerra que nunca acaban de cicatrizar.

Durante los trayectos en coche, la cámara estática elige a Roca Rey como su protagonista absoluto, mostrando sus reacciones, prácticamente inapreciables, ante los elogios constantes de unos «palmeros» -su cuadrilla- que aguardan en un segundo y discreto plano del encuadre. Del torero solo obtenemos alguna demostración tímida de tensión aliviada y comentarios muy breves que aluden a su suerte en determinados lances de la faena. Es humano. Y precisamente está afirmación es confirmada en el cuerpo a cuerpo que tiene lugar en la plaza de toros. Son imágenes extremadamente bellas, no solo por su inusual plasticidad sino también porque evitan cualquier rastro de sensacionalismo tratando con igual respeto al torero y a la res.

Los planos, siempre cerrados, delimitan la acción como si el público solo existiera al otro lado de la pantalla, a través del sonido ambiente, pero solo en segundo plano, por debajo de las respiraciones de Roca Rey y del novillo de turno: a veces sincronizadas y otras veces alternas, siempre susurradas al oído del espectador para alcanzar ese grado de intimidad que requieren los momentos decisivos.

La estrategia visual es fascinante. Durante la faena, el encuadre se enamora del torero y deja al margen a su contrincante, transformando sus escorzos en una danza macabra que elude la muerte una y otra vez desde el borde de la vida. En otras ocasiones, la cámara es seducida por la bestia, que muestra todo su esplendor en embestidas al aire que nunca encuentran su objetivo. Entre lo sofocante y lo burlesco. El resto de las veces, el teleobjetivo permite sumarnos a ese cuerpo a cuerpo hasta el limite de lo real, haciéndonos perder la perspectiva de lo que realmente sucede e invitándonos a disfrutar de algo que por un momento no parece la matanza sádica que verdaderamente es. Y en todo esto radica la grandeza de Serra, en hacernos creer, a causa del embrujo provocado por sus imágenes, que la tauromaquia es un arte y no una tradición primitiva impropia de un ser civilizado.

Carlos Fernández Castro

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