Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la Jeune fille en feu, 2019)
Nota: 8
Dirección: Céline Sciamma
Guion: Céline Sciamma
Reparto: Adèle Haenel, Noémi Merlant, Luàna Bajrami, Valeria Golino, Cécile Morel
Fotografía: Claire Mathon
Duración: 120 Min.
El punto de partida de esta curiosa historia es el extraño encargo que recibe una pintora, Marianne, de hacer el retrato de una joven, Héloïse, para ser enviado a su prometido en Milán. Con la particularidad de que Héloïse, que acaba de dejar el convento y no quiere casarse, se niega a posar, lo que exige a Marianne la habilidad de pintar de memoria. Este pie forzado le ha servido a Céline Sciamma para entretejer un poderoso drama romántico, de fuerte sensualidad, donde las superficies del lienzo y del cuerpo se muestran en continuidad, haciendo palpable el deseo de captar/apropiarse de lo real.
Al igual que en otros tratamientos del romanticismo poético, teatral, pictórico o novelístico, las pasiones y la naturaleza rivalizan en explosiones de energía y pulsiones incontrolables; Sciamma ambienta su historia de pasión en 1770, en las costas de la Bretaña francesa batidas por las olas, con acantilados que provocan el vértigo y la atracción necrófila. Es un acierto llevar la historia al siglo XVIII, porque el amor prohibido que se narra no tendría hoy las mismas características. Asimismo resulta muy original contar cómo la pasión surge en el marco de la relación artista-modelo que, a diferencia de lo habitual, con un pintor y una mujer que posa, en este caso se trata de dos mujeres.
La bella mentirosa (J. Rivette) y El artística y la modelo (F. Trueba) son dos de los títulos más representativos de un ciclo de películas sobre pintores donde se abordan las relaciones entre el artista y el ser humano cuya belleza lucha por capturar y plasmar en el lienzo. Casi siempre tiene lugar una relación sensual, pues se trata de desnudos o posados de innegable erotismo; en algunos casos, como también en el filme de Sciamma, esa relación presenta el sesgo de la seducción: tan entregado está el pintor a ese proceso de plasmación de la belleza, tanto se sume en la atmósfera de las luces y los olores de ese espacio de intimidad, que termina abandonado a ella y arrebatado por la pasión, por el vértigo del volcán tan irresistible como letal. Es lo que acaba por sucederle a Marianne, con la particularidad de que cumplir el encargo de realizar el cuadro acaba por suponer para ella la renuncia a su amor; previamente había desechado un primer cuadro porque Héloïse aparecía sin sonreír, sin la gracia que el novio habría de apreciar en la pintura.
Desde las gruesas pinceladas de imprimación para preparar la tela a los leves retoques finales, el gesto de la mano ante el lienzo aparece como la traslación de la mirada que se recrea en la piel o la otra mirada simétrica del ser fascinante. Ese juego de luces y colores alcanza su máxima expresión en la secuencia final, con el espejo que devuelve el rostro de la pintora quien está mirándose para regalarle una imagen a Héloïse y, al mismo tiempo, está contemplando su cuerpo desnudo y, virtualmente, lo más oculto tras el espejo.
El contraste entre los lugares de intimidad de las habitaciones y del exterior de los acantilados y los farallones batidos por las olas viene a revelar espacialmente los estados de ánimo de la pasión amorosa y su recorrido: desde el despertar azaroso por un juego no previsto hasta el riesgo que se experimenta adentrándose en las olas o frenando en el último minuto una carrera hacia el abismo. Son los modos de expresión del amor romántico, sin tibiezas, con la apuesta a vida o muerte. La misma pasión que, de forma más abstracta, expresa el fragmento de las Cuatro estaciones de Vivaldi con que se clausura el relato.
José Luis Sánchez Noriega
Ya conocía a Céline Sciamma por su Tomboy, escrita y realizada hace cerca de una década y con una Zoé Héran en estado de gracia. Iré al cine por Sciamma y por ti.
Muchas gracias por mantenerme en tu fichero, Maestro.
PaCo