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Confinamiento 24/04/2020: La ciudad oculta (2018)

Podríamos decir que el mundo está dividido entre lo que existe sobre el suelo y lo que se esconde bajo nuestros pies. Es una manera simplista de describirlo, pero en cierto modo, es una de tantas realidades posibles. También podríamos dividir la existencia entre lo que está expuesto a la luz y lo que vive en plena oscuridad. Porque, al fin y al cabo, la ausencia de luz es capaz de minimizar la existencia de cualquier objeto y ser vivo hasta límites insospechados.

En el documental de Víctor Moreno, La ciudad oculta, se otorga el protagonismo a ese Madrid que vive bajo las aceras, la tierra y el asfalto. Huimos de la parte extrovertida de la capital para conquistar sus zonas más introvertidas y devolverlas a la vida mediante la iluminación y, sobre todo, mediante esa gran resucitadora de todo lo olvidado e ignorado: la mirada. Y es que la cámara de este cineasta es capaz de esculpir poesía en las superficies más prosaicas: encontrar un cielo estrellado y en constante movimiento en una pared humedecida, intuir el misterio más oscuro en un túnel dominado por gatos y ratones, rememorar películas en espacios inexplorados por el cine…

En La ciudad oculta he vuelto a reptar por las cloacas de Kanal (Andrzej Warda, 1957), he visto correr a Orson Welles por los túneles subterráneos de la Viena ocupada de El tercer hombre (Carol Reed, 1949), he vuelto a contemplar las estrellas de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013) en la inmensidad del silencio, he temido por la aparición de un Alien (Ridley Scott, 1979) entre las rejillas de pasillos aislados, he mirado las tapas de las alcantarillas de La evasión (Jacques Becker, 1960) con la esperanza de recuperar la libertad y he viajado en el tren de 35 tragos de ron (Claire Denis, 2008), he buscado las memorias de Thatcher bajo un haz de luz que recordaba a Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941). Incluso puedo apreciar el granulado de una película antigua en el agua estancada de un túnel cualquiera.

Y todo gracias a la cámara de Víctor Moreno, que se detiene ante lo que habitualmente pasa inadvertido y sabe proyectar su imaginación sobre cualquier superficie real. Asimismo, el silencio del submundo madrileño permite escuchar otra realidad que sintoniza directamente con ese mundo de fantasía. Un lugar al que nunca miramos, donde las pesadillas se convierten en fantasías y el cerebro se siente libre para soñar otros mundos y otras realidades.

Carlos Fernández Castro

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