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Los androides ya no sueñan con historias de amor (Blade Runner 2049)

Para todos aquellos que nos dedicamos a la difícil tarea de reflexionar sobre el cine o sobre el arte en general, hacer crítica responde en ocasiones al deseo de exteriorizar una agitación interna que afecta a
nuestras impresiones más íntimas sobre la vida. Escribir equivale entonces a desvelar una conexión emocional con las imágenes cuya existencia, a un tiempo evidente y perturbadora para quien la percibe, no puede ser aprehendida (al menos, no de forma inmediata) mediante los cauces racionales del pensamiento. Explicar por qué la claridad de un edificio de Mies o las nebulosas de un cuadro Rothko nos emocionan del modo que lo hacen, puede llegar a ser para el crítico un acto tan estimulante como fútil. Y sin embargo, ¿no es acaso esta incertidumbre, esta angustia que nace de la imposibilidad de apresar con palabras lo inasible, uno de los estímulos vitales de la contemporaneidad? Maestro como pocos del aforismo, fue Godard quien se atrevió a resolver este acertijo planteando una nueva paradoja: “admiro Noches Blancas, pero amo Un verano con Mónica”. La confrontación Visconti-Bergman no se reduce aquí a una mera cuestión de estilo o puesta en escena, sino más bien a la revelación de una cierta candencia. De una sonoridad oculta bajo la superficie de las cosas cuya pulsión nos conecta silenciosamente con el tiempo del mundo.

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En este sentido, el estreno de Blade Runner a principios de los años 80 supuso el desvelamiento de un sonido cuya naturaleza llevábamos décadas tratando de desentrañar. No se trataba, por supuesto, del aleteo leve y circular que resuena en las atmósferas evanescentes de Ozu, pero tampoco el de la solidez sinfónica de Metrópolis con la que tantas veces se la ha querido comparar. La similitud entre ambas resulta del todo circunstancial. Allí donde Lang imagina un nuevo orden que aspira a la eternidad del Reich apoyándose en la flecha de la Historia, Blade Runner venía a constatar la disolución de los valores modernos en la complejidad de la post-metrópolis. La angustia existencial no se asienta en los ideales del progreso ni en la lucha de clases, ni tampoco en su puesta en crisis tras dos guerras mundiales, sino en los desechos abigarrados del tardo-capitalismo. Las luces urbanas de Metrópolis apuntan hacia arriba para alumbrar un futuro desnaturalizado, liberado de toda facticidad. Las de Blade Runner deslumbran en todas direcciones para ocultar el vacío de sentido que subyace en las hipnóticas y alucinatorias imágenes de los escaparates y las fachadas-pantalla. Su tiempo, nuestro tiempo, no es el de la claridad sino el de la saturación.

Forzadamente fiel a su antecesora, se diría que todos estos rasgos permanecen en Blade Runner 2049 de un modo meramente superficial, transformados en puro cliché para devotos. Ahora bien, ¿por qué las imágenes de Blade Runner logran apelar a nuestras emociones más íntimas de un modo que su secuela, heredera de su imaginario, no llega siquiera a atisbar? La respuesta no puede reducirse a la simple nostalgia cinéfila. En efecto, si Blade Runner logró conectar de forma tan profunda con el zeitgeist de la posmodernidad se debió en gran medida a su capacidad para reconocer y reordenar los estímulos visuales de la post-metrópolis digital (claramente sintetizados por las urbes japonesas de entonces), radiografiando con ello el imaginario de una cultura asentada sobre las raíces y valores estéticos de la geografía romántica: la figura del detective que vagabundea entre la densidad aérea de las interiores y la sustancia corporal de los espacios urbanos, el vértigo del hombre enfrentado a la inmensidad de la nada, su búsqueda de sentido en un mundo sin memoria, su conmoción ante la belleza de lo infinito…

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Con su película, Denis Villeneuve sacrifica todo lo anterior en beneficio de una trama tan tentadora como llena de trampas, que aspira a la trascendencia vaciándose de significado. La cuestión de la herencia (por lo que aporta de continuidad temporal al relato) no es suficiente para encauzar una sucesión de imágenes falsamente sensuales con las que Villneuve busca asombrar al espectador, embriagándole con la misma luminosidad erótica e insustancial con la que los desnudos holográficos seducen a una humanidad abandonada en los rincones de su miseria. Su fracaso es el fracaso de un cine que ya no quiere o ya no sabe ver más allá de su propia apariencia. Su tiempo no es el nuestro, porque sus imágenes de síntesis ya no hablan de nuestro mundo sino del suyo propio. Blade Runner 2049 se admira como se admiran los productos de laboratorio: molecularmente perfectos en su composición pero carentes de un aura propia que defina su esencia. Como diría Gordard, el cine es algo muy distinto: el cine es algo que podemos amar.

Aythami Ramos

 

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