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Yo vengo aquí a hablar del libro: El Proceso (The Trial)

EL procesoEl objetivo de estas líneas es comparar, de forma muy resumida, las películas con los libros en los que se basan. El cine ha bebido de la literatura desde siempre y puede resultar interesante ver cuáles son las similitudes y diferencias entre las dos representaciones de una misma obra: veremos finales que se cambian, cómo algunos personajes desaparecen, aparecen o se retocan, los giros en la trama para que teóricamente ésta resulte más interesante en pantalla, qué se corta, qué se alarga y qué se añade, etc. Para ello tendremos a veces que contar detalles que es mejor no desvelar a aquellos que no han visto la película o leído el libro pero bueno, ya estáis avisados…

Imagínate que no estas familiarizado con la filmografía de Orson Welles y acabas de leer ‘El Proceso‘, de Franz Kafka. Alguien te interroga sobre quién sería el director ideal para transformar las palabras del escritor checo en imágenes, y de repente aparecen en tu mente una terna de nombres: Stanley Kubrick, Jean-Luc Godard y el director de ‘Ciudadano Kane’, por poner un ejemplo. Ahora volvamos al mundo real: la película ‘El Proceso’ fue filmada en 1962, y actualmente no puedo imaginar una adaptación cinematográfica más acertada que la del genio de Kenosha.

Siendo conscientes de que cine y literatura son dos lenguajes bien diferentes, no debería llamarnos la atención el hecho de que Orson Welles se tomará ciertas libertades a la hora de estructurar la narración de su película. La secuencia inicial consiste en una recreación animada de la historia que, durante el tramo final de la novela, el sacerdote relata a Josef K:

“«Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar más tarde».
—Es posible —responde el guardián, pero no ahora»

En los últimos compases, esa misma voz en off de Orson Welles, que sustituía a la narración del sacerdote, irrumpe nuevamente en escena para convertir la película en un relato circular. El director sintoniza con el surrealismo de la novela y crea una secuencia que podría haber sido filmada por el propio Kafka: ficción y realidad se confunden en un juego metacinematográfico que advierte sobre naturaleza manipuladora de lo que se acaba de proyectar en la gran pantalla.

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Welles conserva el pasaje que se desarrolla en el interior de la catedral, pero reubica el pequeño relato que citábamos en líneas superiores en el arranque del film. Mediante esta decisión, anticipa el tema sobre el que va a girar el metraje y prepara anímicamente al espectador: Josef K es acusado de un delito que desconoce; cuando intenta resolver la situación, se ve inmerso en un proceso judicial que escapa a toda lógica y deja al descubierto los mecanismos perversos de la justicia. Cuando llega el momento (el mismo en novela y película) en el que sacerdote y protagonista cruzan sus caminos, el director reduce la conversación a la mínima expresión. De esta manera, sacrifica la magia de un momento que funciona especialmente bien en el texto de Kafka, pero mantiene intacto el dinamismo de la narración.

En este sentido, ni siquiera podríamos hablar de una traición al espíritu de la novela, puesto que a día de hoy se desconocen los planes de Kafka respecto al ordenamiento de los capítulos que dejó escritos. Welles juega con la falta de consenso, y ofrece en la gran pantalla su versión de una obra que jamás fue rematada sobre el papel.

Al comparar novela y película, tenemos la sensación de que el cineasta siempre tuvo claro los pasajes a reducir, y aquellos que directamente podía ignorar sin sacrificar la potencia del mensaje que tenía entre manos. Las digresiones entre el protagonista y su abogado se ven acortadas en la versión cinematográfica, así como las jornadas laborales de Josef K. Las estancias en su domicilio también son sintetizadas por Orson Welles, multiplicando el carácter esquemático de la narración. Por lo general, podríamos dividir la película en segmentos, que se desarrollan en diferentes contextos: el domicilio del protagonista, su lugar de trabajo, las dependencias de los juzgados, el piso de su abogado, el ático del pintor, la catedral, el mundo exterior…

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Al imaginar una adaptación cinematográfica de una obra tan conceptual como ‘El Proceso’, el lector podría temer por la imposibilidad de recrear las sensaciones tan especiales que provoca su lectura. Por esa misma razón, la consecución de semejante reto representa una de las mayores hazañas del director americano. Apoyado en un diseño de producción tan primitivo (más propio de los trabajos manuales que se proponen en cualquier colegio) como sorprendentemente efectivo, y en su amplio dominio de los recursos técnicos, tales como la utilización de toda clase de objetivos, ángulos de cámara, y secretos de la puesta en escena, Welles obra el milagro: hacer justicia a la novela de Kafka. Para comprender esta afirmación, convendría observar detenidamente todo el pasaje que se desarrolla en la morada del pintor Titorelli y la posterior huida del protagonista hasta alcanzar el el interior de la catedral (otro cambio con respecto a la novela), o las secuencias filmadas en las dependencias del abogado.

Respecto a la elección del casting, sería difícil poner algún pero a sus responsables. Anthony Perkins transmite la sensación de sentirse cómodo en la piel de un Josef K, al que Kafka describe más bien a través de sus actos y sus diálogos. No obstante, su particular físico parece adaptarse a las peculiaridades de los acontecimientos y de los diferentes contextos en los que transcurre la película. Jeanne Moreau y Romy Schneider aportan su inmenso talento y sensualidad a los dos personajes femeninos que despiertan la libido del protagonista. Sorprende la versatilidad de la actriz austriaca, que, aún disponiendo de pocos planos, deja su impronta en la interpretación de una asistenta sexualmente desinhibida y muy complaciente con los clientes de su patrón. A su vez, el director hace lo propio con un personaje cuya relevancia crece desproporcionadamente al tomar prestadas sus facciones y su majestuosa presencia: un abogado corrupto que representa todos los vicios de una justicia corrupta. Como no podía ser de otra manera en una película de Orson Welles, Akim Tamiroff contribuye con un pequeño papel. El actor de origen ruso se pone en la piel de Bloch, uno de los clientes del abogado, con el que el protagonista mantiene una conversación bastante reveladora. Como puede comprobarse, se trata de un reparto que no responde a los estándares de una gran producción, ya sea por la popularidad desigual de sus nombres, o por el empleo que se hace de los mismos.

Si tuviéramos que señalar lo mejor y lo peor de la adaptación de Welles, la secuencia inicial estaría entre los grandes aciertos del film. Todo ese desconcierto que se apodera del lector en los primeros pasajes de la novela, es recreado a través de unas imágenes claustrofobias e inquietantes. En cambio, el desenlace representaría la única ocasión en la que la película fracasa a la hora de igualar la intensidad de la novela. Quizás el director quiso escapar de la crudeza predominante en las últimas líneas del escritor checo. Lástima que al tomar esa decisión, también desaprovechara la oportunidad de rematar una de sus obras más ambiciosas con un clímax a la altura de las circunstancias.

Carlos Fernández Castro

 

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