Climax (2018): lectura posible de una droga ocular
Nota: 7,5
Dirección: Gaspar Noé
Guión: Gaspar Noé
Reparto: Sofia Boutella, Romain Guillermic, Souheila Yacoub, Kiddy Smile, Claude Gajan Maull, Giselle Palmer, Taylor Kastle, Thea Carla Schott, Sharleen Temple, Lea Vlamos, Alaia Alsafir, Kendall Mugler, Lakdhar Dridi, Adrien Sissoko, Mamadou Bathily
Fotografía: Benoît Debie
Duración: 95 Min.
Gaspar Noé nos vende una experiencia, no una película. En este sentido, Clímax es como una droga que se consume por las retinas, algo que ya señala ese plano final en el que uno de los personajes se aplica una especie de estupefaciente ocular (sustancia de la que habla en su video de presentación) para mantener la inercia de la noche anterior. Una última imagen que lo es por su colocación en el metraje y no por la cronología de unos acontecimientos desordenados en el montaje final. Porque Noé vuelve a jugar a la transgresión y no solo en la estructura argumental de su guión, sino en el acabado formal de su película.
Todos estos detalles invitan a pensar en una suerte de representación extradiegetica, según la cual el director habría concebido su obra bajo los efectos de la misma droga que desata los instintos más básicos de sus personajes. Ésta hipótesis explicaría el efecto logrado en determinados tramos del film, que parecen sugerir el punto de vista de un narrador omnisciente tan colocado como los protagonistas. De todo ello se deduce que Clímax habla sobre los efectos de las drogas y sus consecuencias en el comportamiento del ser humano. Sin embargo, no se aprecia en sus imágenes la intención de demonizar su consumo (a lo largo de la noche de desmadre, Noe inserta un rótulo que reza: «morir es una experiencia extraordinaria«), aunque, visto el espectáculo dantesco que ofrecen los bailarines que la protagonizan, tampoco parece exaltarlo.
Y es que, como apuntaba en las primeras líneas de esta crítica, Climax invita a experimentar los efectos de la droga mediante su visionado, si esto fuera posible. Para ello, Noé se sirve de un sinfín de recursos que atacan sin piedad los sentidos del espectador: una música techno de ritmo sofocante que no deja de sonar durante casi todo el metraje, unos planos secuencia de tal intensidad que no dan lugar a recobrar el aliento, una forma rabiosamente física de filmar los cuerpos de unos personajes en constante movimiento, el empleo de la iluminación para marcar las diferentes fases del «viaje»… El resultado es agotador y, a ratos, angustioso, con la excepción de dos fases orales (por emplear un término judicial) en las que Noé nos brinda una serie de entrevistas a sus bailarines y, ya inmersos en la celebración del último día de academia, varias conversaciones a dos, que ofrecen un perfil psicológico somero de cada uno de ellos, necesario para interpretar lo que sucede a continuación.
Son los únicos momentos en los que la cámara no se mueve y el contenido del encuadre se muestra estático, invitando al espectador a prestar toda su atención a las palabras. A continuación, la imagen manda. Ya sea en los espectaculares bailes del primer tercio de la narración, ya sea en los larguísimos planos secuencia que flotan por las instalaciones de la pista de baile y las dependencias de la academia, persiguiendo a los personajes en su viaje alucinante a los rincones más oscuros de sus mentes, cambiando el punto de vista a través de una sensacional planificación, adaptándose a la progresiva degradación de la fiesta…
Y según disfrutamos/sufrimos el espectáculo, asistimos a la desinhibición global de aquellos personajes que, sin saberlo, han ingerido algo más que alcohol al beber sus vasos de sangría. Afloran los impulsos más reprimidos, casi siempre de componente sexual, desnudando al ser humano de todo aquello que le permite vivir en sociedad y le aleja de cumplir sus deseos más salvajes. No contento con lanzar este ambiguo planteamiento, Noé también aspira a reflexionar sobre la inmigración, a través de la multiculturalidad de sus personajes, entre los que se encuentra una joven alemana que parece controlar la situación, así como sobre la responsabilidad que implica la maternidad y la situación de una Europa (desde la perspectiva de Francia y de esta «película orgullosa de ser francesa») en plena crisis de identidad.
Como siempre en su cine, demasiadas pretensiones y una tendencia desmesurada al exceso. Evidentemente no por error, sino por estilo y convicción. Sin embargo, no podemos negar la capacidad del francés para la provocación y para remover las entrañas del espectador, así como su enorme potencia visual para recompensar a quien rechace su propuesta moral. Esta suerte de entrega final de «Fama, a bailar» puede parecer una apuesta centrada en el impacto visual, pero detrás de su esteticismo pueden encontrarse un buen número de interrogantes. Debido a su cripticismo y ambigüedad, frustrará a los que esperaban encontrar una respuesta clara en su discurso y alentará a quienes estén deseosos de escarbar en la deslumbrante e inquietante superficie de esta película de terror moderno. Blood is on the Dance Floor, que cantaría Michael Jackson.
Carlos Fernández Castro