Hereditary (2018)
Nota: 6
Dirección: Ari Aster
Guión: Ari Aster
Reparto: Toni Collette, Gabriel Byrne, Alex Wolff, Milly Shapiro, Ann Dowd
Fotografía: Pawel Pogorzelski
Duración: 126 Min.
Dicen, algunos, que el primer puesto entre las películas del género de terror se disputa entre La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanksi, EE. UU., 1968) y El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, EE. UU., 1973). Más allá del debate, una cosa está clara: ambas ponen al descubierto dos grandes miedos del hombre moderno, que la presencia común de Satanás viene a materializar, añadiendo la componente sobrenatural necesaria en el género. La cinta de Polanski destila un terror profundísimo a la manipulación y la mentira que devienen paranoia. El exorcista, por su parte, confronta al espectador racional con su más profundo miedo: que la ciencia no pueda explicarlo todo, que la sola razón no valga para dar sentido a aquello que más preocupa. Asimismo, ambas están enmarcadas en los hogares de familias rotas o disfuncionales. Lo más duro de las dos cintas (más aún que la presencia del Maligno) es la indefensión que experimenta el espectador al verlas. Cualquiera de nosotros podría sentir la angustia de Rosemary ante un círculo social -cónyuge incluido- que actúa en dirección contraria a la propia voluntad, con violencia creciente. Así como no sería raro que uno ya hubiese experimentado en propias carnes la contradicción del padre Karras, la desazón que produce el puro no entender, el que la realidad desmonte las ideas que uno traía de fábrica.
Hereditary, ópera prima del neoyorkino Ari Aster, es indudablemente deudora e hija de aquellos dos hitos del cine. Una herencia que el joven realizador no esconde para nada, y que combina con guiños a otras perlas de la angustia fílmica, como La Pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl-Theodor Dreyer, Francia, 1928). Durante la mayor parte del metraje, incluida la propia estructura y el desesperado salto por la ventana como transición al epílogo, la cinta de Aster mira a El exorcista y reproduce los inquietantes y reconocibles códigos de los que Friedkin fuera pionero: ruidos anticipatorios, imágenes explícitas y perturbadoras, lento caminar por los pasillos esperando el próximo susto. Y es fundamentalmente en el epílogo, aunque algunas pinceladas hayan sido repartidos ya a lo largo de la cinta, cuando la reverencia a La semilla del diablo se hace más plena e inequívoca.
Al igual que sus dos progenitoras, Hereditary no renuncia a mirar de frente a los miedos profundos que acosan al común de los mortales, empezando por la ya mencionada disfuncionalidad familiar, y sin olvidar males muy de nuestra época, como la incertidumbre y la explotación laborales, la soledad profunda, o la falta de referentes de una generación de adolescentes que barrunta su futuro incierto. El problema, lo que hace de Hereditary en una película que tenderá a no dejar poso, es que le falta organicidad. En los filmes de Polanski y de Friedkin, el miedo racional y el trascendental están profundamente entretejidos, indivisibles, y van anticipando, en cada fotograma, la aparición (implícita o explícita) del Padre del mal. Ambos clásicos del terror construyen la tensión de modo tan sólido, en base a elementos bien reconocibles de la experiencia humana, que hacen que lo sobrenatural se antoje igual de inevitable y creíble que la resurrección final de La palabra (Ordet, Carl-Theodor Dreyer, Dinamarca, 1955). No sucede así en Hereditary. El llanto de Toni Collette (quien sin duda sostiene el peso de la cinta), su agobio ante las exigencias del trabajo, su transición a la locura, no acaban de encajar con los fenómenos paranormales que se presentan: parece que ambas realidades transcurren de modo paralelo e inmiscible. De este modo, el final, más que una consecuencia lógica del resto de decisiones, funciona como una suerte de diabolus ex machina, sin el cual no se sostiene el conjunto, pero que no puede por menos de antojarse postizo, impostado.
Es de reconocer que el primer largometraje de Ari Aster esconde un enorme potencial, pero asusta la posibilidad de que ese talento no se llegue a desarrollar, ahogado por una descompensada ansia de grandeza. Ojalá que el devenir fílmico del neoyorkino nos tenga aún preparados muchos sustos de los buenos.
Rubén de a Prida Caballero