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Howl (2010)

Nota: 8

Dirección: Rob Epstein, Jeffrey Friedman

Guión: Rob Epstein, Jeffrey Friedman

Reparto: James Franco, Marie Louise Parker, Jon Hamm, Jeff Daniels, Aaron Tvelt

Fotografía: Edward Lachman

No soy especialmente adicto al género del biopic, quizá porque a menudo da lugar a interpretaciones tan esforzadas que acaban siendo histriónicas, o porque me resulta mucho más fácil establecer un pacto con una ficción sin pretensiones de “historia real” que con aquella que sé que, por muy veraz que sea, siempre habrá sido manipulada por el punto de vista de sus creadores.

Sin embargo, «Howl» no solo no es un biopic al uso, sino una imaginativa recreación de uno de los poemas más importantes de la literatura norteamericana del siglo XX. Una película que no solo sabe acercarnos a la figura –apasionante- de Ginsberg (gracias, en parte, a la estupenda interpretación de James Franco), sino que también nos ofrece las claves –sin didactismos pueriles ni áridos comentarios filológicos- de la llamada literatura beat.

Con una hábil estructura judicial –puro Mc Guffin para dotar de mayor ritmo narrativo a una película que no se construye sobre un discurso lineal-, se nos intenta acercar al significado de ese poema tanto en lo que sus versos expresan como en el escándalo que supuso en el momento de su publicación. Análisis semiótico, poético y contextual que se convierte en el elemento de debate entre el abogado defensor –un correcto John Hamm– y el fiscal del caso –un enternecedor David Strahairn, cuyo personaje no solo le sirve al director para hacer una denuncia de la censura, sino también para plantear interrogantes que guían al espectador en la lectura de ese largo poema.

Habitualmente, los biopics literarios se conforman con adoptar alguna que otra cita más o menos conocida del personaje. O tratan de impregnar sus diálogos con frases de sus textos o incluso se atreven a declamar –tal y como hizo Jane Campion en la también reciente y algo pretenciosa Bright star– algunas de sus piezas. No es el caso de Howl, donde lo literario no es accesorio, sino que se convierte en el centro y núcleo de la película, en una arriesgada maniobra que, por supuesto, hace que esta cinta no resulte en absoluto comercial, pero que, a su vez, le confiere una personalidad tan atractiva como diferente. Las secuencias de animación que ilustran la lectura del poema –bravo por James Franco: imprescindible su visionado en V.O.- son todo un hallazgo, pues consiguen retratar ese mundo alucinante y alucinado –desbordante y brutal- que la literatura beat intentó condensar en sus críticas páginas.

Secuencias con formato de documental, recreaciones plásticas de un texto literario, diálogos judiciales que ocultan diatribas poéticas… Todo un collage para una película a contracorriente que, además, resulta de una modernidad tan obvia como necesaria. Porque el célebre verso que abre ese Aullido de Ginsberg –“I have seen the best minds of my generation destroyed by madnesss”- parece cobrar en estos tiempos de profunda crisis un nuevo sentido. Porque su lucha por la libertad de expresión también tiene plena vigencia en una sociedad dominada por lo políticamente correcto, por el miedo al lenguaje, por la tendencia a culpabilizar al léxico de realidades que las palabras solo definen, pero con las que se debe luchar fuera del diccionario. Porque es un film que retrata –sin victimismos ni espíritu maniqueo- la lucha por los derechos LGTB durante esos años. Porque es un canto a la libertad, a la búsqueda de la propia identidad, a la expresión libre y llena de ímpetu de una generación que busca su sitio. Por eso, supongo, ver Howl –y dejarse llevar por la emoción que pone el director en cada uno de sus intimistas planos- es algo que no puede dejarnos indiferentes. Porque está llena de amor por la poesía. Y, cómo no, de amor por la literatura y por su necesario –e inalienable- poder de transgresión.

Fernando J. López

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