La costa de los mosquitos (The Mosquito Coast, 1986)
Siendo una película que desde su estreno gozó de muy mala prensa, La costa de los mosquitos siempre me ha atraído por su manera de retratar ese sueño al que casi todos hemos aspirado en algún momento de nuestras vidas (y mucho más tras un confinamiento): abandonar el ruido y las preocupaciones de la gran ciudad y mimetizarnos con la naturaleza, vivir de su generosidad, reconectar con nosotros mismos.
A través de ese antihéroe interpretado por Harrison Ford, un tirano disfrazado de geniecillo consentido, Peter Weir nos despierta de las posibles fantasías que pudiéramos albergar en nuestras cabezas respecto a un potencial e idílico éxodo rural. El australiano lo lleva al extremo y transforma el campo en selva. Al menos, es una de mis lecturas posibles sobre esta infravalorada obra.
De ese contexto, obtiene Weir sus reveses argumentales, que imprimen un carácter más cinematográfico a una historia que podría ser la de cualquiera de nosotros en circunstancias reales. Personalmente, me gusta su mirada perversa y la construcción de un protagonista que rehuye la identificación del espectador y nos coloca en el asiento incómodo del sofá. Consciente de ello, resulta interesante su manera de verter un par de cucharaditas de azúcar a una receta tan amarga como esta, mediante la presencia de un personaje, el hijo de esta familia a lo Crusoe encarnado por River Phoenix, que arrebata parte del peso de la narración a Ford, haciéndose cargo de una voz en off y una manera de actuar conciliadoras con el sentir del espectador.
Sin embargo, el peso emocional del film corresponde inevitablemente al padre de familia, cuyo entusiasmo y convicción arrastran a su terreno a cualquier detractor que pudiera surgir a ambos lados de la pantalla. En este sentido, es irreprochable la construcción sobre el papel de este idealista, así como lo es la interpretación de un Harrison Ford que aporta su encanto natural a este personaje y al mismo tiempo se atreve a rebasar la línea que separa el carisma del despotismo, poniendo en peligro su estatus de estrella de Hollywood.
Weir acepta la naturaleza antipática de su producto y aunque intente suavizar su recuerdo en el paladar, embiste contra todos aquellos buenrrollistas que nos quieren hacer retroceder en el tiempo y en la evolución. Aparte, recuerda que nuestra perenne ambición por conquistar paraísos terrenales inexplorados, hasta el momento, casi siempre ha desembocado en atrocidades coloniales que quitan a los más vulnerables para dar a los más caprichosos y poderosos. Y es que como dijo Aristóteles, la virtud es el justo medio entre dos extremos, y si de verdad buscamos el ideal, de nada vale aplicar una reacción proporcional a la acción.