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Mulholland Drive (2001)

Poster de Mulholland-DriveNota: 9

Dirección: David Lynch

Guión: David Lynch

Reparto: Naomi Watts, Laura Elena Harring, Juston Theroux, Ann Miller, Robert Forster, Dan Hedaya

Fotografía: Peter Deming

Duración: 147 Min.

Es significativo el dato de que Mulholland Drive naciese como un proyecto de serie de televisión -es más, que en sus orígenes previos se encontrase la intención de rodar un spin off de Twin Peaks liderado por el magnético personaje de Audrey Horne- para aconsejar la inconveniencia de racionalizar el filme. A fin de cuentas, este es un principio básico para afrontar cualquier obra de David Lynch, que prefiere el misterio a la explicación y la interpretación privada del espectador a la imposición de una lectura unívoca por parte del autor, por más que alguna edición de DVD de la presente cinta ofrezca, persumiblemente con ironía, una serie de claves para desentrañar el acertijo planteado. Aunque, con todo y ello, Mulholland Drive es quizás una de sus películas que consienten aventurar una explicación más clara o, cuanto menos, con mayor grado de probabilidad de acierto intuitivo. En este sentido, recuerdo haber leído en su día que el argumento de la función se fundamenta en la fantasía dulcificada y onírica que produce la mente atormentada de una actriz quien, despechada por los celos románticos y el fracaso profesional, ha decidido asesinar a su amante/competidora para luego caer bajo el acoso de las furias vengadoras. De los remordimientos, de la mala conciencia, de la locura a la que le conducen.

Es inevitable, por tanto, experimentar el filme condicionado por esta óptica que, la verdad sea dicha, encaja a priori, tanto o más cuando el cineasta insiste en servir entre los primeros fotogramas del metraje un plano subjetivo que se desploma, abatido por el sueño, sobre una cama. Como también encaja la lectura que sugería una profesora universitaria que tuve y que defendía la importancia de la idea del vampirismo entre mujeres y la relación de dopplergänger que, al estilo de Persona o Tres mujeres -y posiblemente también influido por la observación del empleo de la duplicidad femenina que Lynch había hecho por ejemplo en Carretera perdida con Patricia Arquette- se da entre los personajes de Naomi Watts (Betty) y Laura Elena Harring (Rita). Un tema recurrente en el corpus del cineasta, donde abundan las alicias que atraviesan el espejo para intercambiarse con un reflejo que, inquietantemente, no es exacto al suyo, sino que está deformado por los seres que pueblan las partes desconocidas de su interior profundo, de su mente inalcanzable.

Mulholland Drive

Pero, de nuevo, es racionalizar lo irracional. Intentar asir las ensoñaciones con cadenas cuyos materiales proceden de universos distintos y que, por ende, en este mundo insólito carecen de poder. Generalmente soy un espectador escéptico hacia las obras de interpretación difusa, hermética o excesivamente abierta. Considero que, en la mayoría  de ocasiones, si el relato admite deliberadamente tantos y tan diversos mensajes es equivalente a que no admita ninguno. Que en realidad no diga nada, como un oráculo que se sirve de balbuceos inconexos para estimular la imaginación de un peregrino desesperado por escuchar aquello que desea o necesita oír. Para un servidor, queda entonces acudir a la capacidad de sugerencia y de fascinación de las imágenes compuestas, de la atmósfera creada. De sumergirse en un viaje incierto donde el misterio es el principio y el final del mismo.

Hay un rasgo del arte de David Lynch que me cautiva especialmente: el uso de las representaciones musicales. La mujer del radiador de Cabeza borradora, Julee Cruise cantando en trance Questions in a World in Blue en el reverso tenebroso de Twin Peaks convertido en largometraje… Su hechizo sonoro y estético supone un lapso anómalo y excepcional dentro del zumbido estático que domina y perturba lo que debería ser el teórico silencio de la escena. De hecho, el acto musical de Mulholland Drive tiene lugar en el Club Silencio, y su efecto hipnótico nace de que, en realidad, no hay música ni voz auténtica sobre el escenario. Rebekah del Río desgarrándose en lágrimas como un eco vacío de un hecho terrible que no ocurre ante nuestros ojos, sino en otro lugar, y del que nos llega solo su reflejo triste, irreparable. El efecto, el enigma inaprensible que despierta, produce escalofríos. Es el epicentro de la espiral del país de las maravillas.

Tras la críptica introducción, que ubica el filme entre el subconsciente, el sueño y la muerte, Mulholland Drive juega con la sublimación que se aprecia en el punto de vista de Betty -fotogramas luminosos que hasta quedan ligeramente difuminados por el sol californiano, la esperanza y la ingenuidad de su posición de recién llegada a Hollywood, sus progresos artísticos, la excitación de la investigación y de la conexión que establece con la amnésica Rita- y su progresiva contradicción con secuencias turbadoras que oscurecen su recorrido por, precisamente, la fábrica de sueños. La exagerada sonrisa de los parientes que la despiden ya producía suficiente desasosiego. La desazón más poderosa no surge cuando se transita un bosque tenebroso, pues el caminante siempre estará alerta, sino cuando se descubre de improviso la engañosa ilusión de hallarse en un espacio seguro, amable, confortable e incluso trivializado por desconcertantes toques de humor negro, pero que en realidad esconde la amenaza, el Mal posible. Ya sabe, quien mató a Laura Palmer también disfrutaba del café y las tartas de cerezas más deliciosas de América. En la misma línea, el universo de Lynch desconcierta por cuanto es reconocible y, al mismo tiempo, extraño. En Mulholland Drive se intuye la sombra de los géneros cinematográficos, desde el drama al thriller, desde el musical al terror. Asimismo, dentro de su estética conviven distintas épocas históricas y del celuloide, que se traduce en una ambientación típicamente americana y situada en la difusa frontera donde las pinturas idealizadas de Norman Rockwell se transforman en los cuadros de la desolación urbana de Edward Hopper. Pero nunca hay asideros a los que aferrarse con certeza.

Quizás la más crispante visión contrapuesta a la perspectiva soleada de Betty provenga de la escena interior con el compositor Angelo Badalamenti encarnando a un mafioso que escupe café, ruidosa y repulsivamente, sobre una servilleta ante el pasmo aterrado de dos productores; al mismo tiempo que su hermano, con los desagradables rasgos de Dan Hedaya, se suena atronadoramente la nariz y estalla en una cólera irracional, desecandenando in crescendo un griterío y un absurdo pandemónium que escucha, desde detrás del telón, un hombre de cabeza anormalmente reducida. La normalidad aberrante, la enajenación posible.

«Hollywood is Hell» reza un cartel pegado en una farola justo cuando Betty y Rita, asimiladas por su peluca rubia, piden un taxi para dirigirse al Club Silencio en medio de la noche. En Mulholland Drive, Watts y Harring son todas las actrices posibles dentro de una industria poblada de demonios, súcubos y espíritus extraños, y que se alimenta de carne humana, preferentemente joven y hermosa, como reflejaban otras crueles alucinaciones como La última orden, El crepúsculo de los dioses¿Qué fue de Baby Jane?, la estresante grabación en estudio de La rebeldeComo plaga de langostaBarton Fink… Son la estrella naciente, la estrella decadente, el ídolo derribado, la aspirante frustrada, la arribista sin escrúpulos, la Peg Entwistle que se suicida desquiciada lanzándose desde el icónico cartel de la meca del cine para agonizar durante una semana, tan ignorada en la vida como en la muerte… Son dos actrices que deben competir a muerte por coronarse y ser ungidas en el trono.

Aunque, una vez más, es racionalizar lo irracionalizable, pretender cartografiar los dominios del Sombrerero Loco, del Gato de Cheshire y de la Reina de Corazones. Tratar de atar azarosamente las claves de la pesadilla que se experimenta, en un acto vano de tranquilizar la mente alterada. Probablemente, la pesadilla misma es la explicación de la pesadilla. Silencio.

Víctor Rivero

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