Aguas Tranquilas (Still the Water) (2014)
Nota: 9,5
Dirección: Naomi Kawase
Guión: Naomi Kawase
Reparto: Nijiro Murakami, Jun Yoshinaga, Makiko Watanabe, Hideo Sakaki, Tetta Sugimoto,Miyuki Matsuda, Jun Murakami, Fujio Tokita
Fotografía: Yutaka Yamazaki
Duración: 110 minutos
– ¿Por qué no pruebas a meterte en el mar? Mi padre dice que podrías hacer surf.
– El mar es escalofriante…
– ¿Qué?
– El mar… está vivo.
– …Yo también soy un ser vivo.
Una de las más grandes exégetas occidentales de la escena y la literatura nipona, la francesa Marguerite Yourcenar, sostenía que nada hay más frecuente en aquella cultura que las alusiones al agua como imagen alegórica de la vida. Así la icónica cascada que ocupa con frecuencia el centro de la pintura paisajista, heredada como es bien conocido de la tradición artística china, con sus chorros «tensos como las cuerdas de un instrumento musical o de un arco»[1]. Por no hablar de las innumerables figuras líquidas que recorren el fondo de su tradición poética, y que aún hoy vemos suspendidas en el interior de los tanka y los versos haiku. Bajo este prisma, el penúltimo trabajo de la japonesa Naomi Kawase, bien podría considerarse una expresión contemporánea de aquella persistencia de lo líquido apuntada por Yourcenar en sus escritos. La cuestión que dicha lectura nos plantea es si no estaremos incurriendo con ello en un acto de simpleza. Un mero reduccionismo que, en su deseo de iluminar la belleza de tales imágenes, acaba ensombreciendo la multiplicidad de matices que atesora una obra tan excepcionalmente hermosa (pese a sus inconsistencias) como la que acaba de regalarnos la señora Kawase.
Filmada casi en su totalidad en el archipiélago meridional de Ryūkyū, Still the water arranca con un silencioso plano en negro, sobre el que el estalla manera súbita la visión imprevista y atronadora de un paisaje marino azotado por un tifón. La espumosa marea de imágenes resuena con virulencia sobre la superficie “rocosa” de la pantalla, dejando tras de sí una nube de estelas blanquecinas que acabarán por desvanecerse de nuevo en el silencio y la oscuridad de la sala. Con el amanecer de un nuevo día, la mirada, aturdida aún por los ecos de la tempestad pasada, logrará reposar al fin en las riberas semi-tropicales de Amami-Oshima. La isla a cuyas playas nos hemos dejado arrastrar siguiendo el fluir de aquellas “imágenes-olas”; conmovidos por la violencia de ese huracán de sensaciones, apenas prolongadas por el fulgor del cuchillo y el calor de la sangre.
Será aquí, en este escenario a un tiempo brutal y paradisíaco, donde Kawase rastreará el enésimo reflejo de su propio conflicto existencial en la figura de Kaito y Kyōko[2]. Una pareja de jóvenes aturdidos por las dudas existenciales propias de la adolescencia, y a las que pronto habrán de hacer frente empujados por la naturaleza implacable del mundo en el que conviven. De este modo, cualquier intuición previa que pudiésemos albergar acerca de una posible historia de amor juvenil floreciendo en mitad de una improbable arcadia (posibilidad anunciada por las vagas resonancias que el argumento despierta en relación a la célebre El rumor del oleaje de Mishima Yukio) se verán de inmediato anuladas, abriendo paso a una intensa exposición sobre el sentido de la vida, la búsqueda del origen y la aceptación de la muerte. En efecto, la travesía vital trazada por Kawase irá desvelando los miedos ocultos de los dos adolescentes, cuya incipiente relación amorosa se constituirá en núcleo del relato, a la vez que invisible centro de gravedad sobre el que basculan el resto de personajes y situaciones dramáticas.
El primer punto de conflicto (también el más débil de la trama, el de menor interés) lo encontramos en la turbulenta relación de Kaito con su madre Misaki, a la que culpa en silencio de la separación de su padre cuando él era apenas un niño. La noche después de la tormenta, Kaito descubre junto a la orilla el cadáver de un hombre ahogado. La visión de un enorme tatuaje en la espalda del muerto (motivo éste, el de la piel dibujada, recurrente en el imaginario de Kawase) le perturba al punto de alimentar en su mente imágenes de su madre “devorando” sexualmente el cuerpo del hombre anónimo, antes de que éste corra a entregarse al abrazo letal de las olas. Más tarde, en la escena más violenta del film, Kaito liberará el rencor acumulado hacia su madre haciéndola responsable última de dicha muerte[3]. Pero para entonces el espectador ya habrá comprendido que el secreto de todo se esconde en otro tatuaje: el que porta su verdadero padre, tatuador profesional, sobre su propia piel, sobre su propia espalda. A ojos de Kaito, el verdadero crimen cometido por Misaki no es otro que el de haberle privado de un padre, biológico o no, negándole con ello la seguridad de un origen. Esto es, de un punto de apoyo sobre el cual edificar las certezas de una vida, que ahora se abre ante él vacía de todo sentido.
Más conmovedora resulta la lucha interior de Kyōko ante la inminente desaparición de su progenitora Isa, aquejada de una enfermedad terminal. Isa es una miko, una suerte de sacerdotisa o chamán shintoísta dotada de un don para percibir e invocar la presencia de los entes sobrenaturales o kami que rigen la vida espiritual japonesa[4]. Esta particularidad servirá a Kawase para reunir entorno a su figura algunos de los íconos habituales en su cine, y que aquí descubriremos íntimamente ligados a la filosofía y la imaginería religiosa niponas. En varios momentos del film, distintos personajes (incluyendo a la propia Isa) recitan la letra de una canción a modo de plegaria ante la muerte. En ella la voz principal anuncia que debe partir hacia una lejana isla, en cuyas costas aguardará el reencuentro con sus seres queridos. La añoranza de esta ínsula gloriosa y mítica (en cierto modo análoga a la propia Amami-Oshima) tiene su origen en las antiguas creencias chinas sobre el paraíso taoísta, lugar de inmortalidad y juventud inagotable, asumidas luego por algunas sectas buddhistas y difundidas en Japón a partir del siglo V d.C.[5]
Mención aparte merece la presencia del árbol sagrado, morada de los kami y símbolo shintoísta por antonomasia, representado por la higuera de Bengala que preside el jardín familiar, y ante el que el padre de Kyōko ordenará emplazar la cama de su esposa moribunda. La sacralidad de dicho objeto vendrá asegurada por la propia Isa, quien parece percibir en él la presencia de lo sobrenatural ante la mirada asombrada de su esposo y su hija. Como ya hiciera en sus películas anteriores (recordemos, sin ir más lejos, el final de la extraordinaria Magari no mori [El bosque del luto]), la cámara de Kawase recorre con sus dedos la corteza rugosa del árbol, dejando que los rayos del sol traspasen levemente sus ramas hasta alcanzar la retina del espectador. Salvo que ahora (y quizá sea éste el aspecto más reprochable del film) todo se vuelve menos sutil que entonces, más evidente. «No podemos verlo. Pero tu mamá…creo que ella ve algo». Lo que equivale a decir que la miko está “sintiendo” la fuerza espiritual del kami. Innecesario explicar lo que la imagen ya es capaz de transmitir sin mediación de las palabras. En todo caso, el destino de Isa vendrá indisolublemente unido al de este “árbol de vida” (o lo que es lo mismo, a la presencia del espíritu que en él se aloja), de modo que aquél acabará siendo arrancado tras su muerte como imagen inequívoca de su desaparición irremediable en la profundidad de la nada.
Con la aceptación de la finitud de Isa por parte Kyōko y la (aparente) reconciliación de Kaito con Masaki, el desequilibrio vital que les impedía comprometerse de forma sincera, se verá visualmente restablecido mediante la unión de sus dos cuerpos desnudos, flotando juntos y libres de toda carga en un océano azul que se nos antoja, como ya adelantábamos al inicio, imagen alegórica de la existencia. Dos burbujas luminosas, tan perfectas como efímeras en su devenir, destinadas a fundirse algún día en la ilimitada visión de lo vacío.
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P.S.: Con la llegada del estío y el comienzo de la temporada de festivales, nos llegan críticas desde Cannes que acusan a Kawase de estancamiento, de repetición, de no tener ya nada nuevo que decir. Imposible no preguntarse qué habrían dicho hoy de Ozu. Hermoso inmovilismo el suyo en la era del asombro, el crecimiento y la falsa novedad.
[1] YOURCENAR, Marguerite. Mishima o la visión del vacío. Barcelona: Editorial Seix Barral, 2011. p. 66
[2] A este respecto, léase la entrevista concedida por la autora japonesa y publicada recientemente en “El cultural”. (http://www.elcultural.com/revista/cine/Naomi-Kawase-Espero-y-deseo-que-el-arte-salve-a-los-hombres/36220)
[3] Conviene apuntar que nada de lo expuesto en la película justifica la sospecha esgrimida por Kaito, acerca de que el muerto hubiese sido un antiguo amante de su madre. Más bien al contrario, parece tratarse de una mera fantasía paranoide, alimentada por el rechazo que éste siente ante la desinhibida vida sexual de Masaki.
[4] Dada su condición de mediadora entre ambos mundos, ella misma es considerada un kami. De ahí que Kaito muestre incomprensión ante la noticia de su finitud y cuestione a Kyōko la naturaleza inmortal de su madre.
[5] En relación a este asunto, recomendamos la lectura de: BERTHIER, François. El jardín zen. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2007.
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Aythami Ramos