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Los Amantes de la Noche (They live by Night) (1948)

Nota: 8

Dirección: Nicholas Ray

Guión: Nicholas Ray, Charles Schnee

Reparto: Cathy O’Donnell, Farley Granger, Howard Da Silva, Jay C. Flippen, Helen Craig, Will Wright

Fotografía: George E. Diskant

Duración: 95 Min.

El cine de Nicholas Ray -aquel que forjó desde las entrañas y por el que pagaría un alto precio emocional y financiero- pertenece a los marginales, a los incomprendidos, a los rebeldes con causa. La introducción de su opera prima, Los amantes de la noche, podría servir como perfecta síntesis de la película y de la filmografía más personal de su autor: dos jóvenes expresan con un beso apasionado su enamoramiento hermoso y sensible cuando, de repente, una inmisericorde amenaza exterior los empuja a la huida. El texto sobreimpresionado en pantalla reza que nuestros desdichados protagonistas “no fueron presentados como es debido al mundo en que vivimos”.

Bowie y Keechie, amantes idílicos y forajidos de la ley, son las víctimas de una sociedad que niega a los Estados Unidos su cacareada condición de país de las oportunidades. Huérfanos de una institución familiar que se desmorona entre penurias económicas, alcohol e inestabilidades afectivas de todo tipo, son dos muchachos desplazados hacia la miseria más absoluta una, y hacia una carrera criminal otro; ambos condenados de antemano.

Filme pesimista y doliente, Los amantes de la noche fusiona con extremada delicadeza cine negro, romanticismo y gotas de crítica social. En manos de Ray, un hombre comprometido con la realidad social de su tiempo –una auténtica osadía en los infames días del mccarthismo-, este último componente, uno de los principios fundamentales del género criminal en sus orígenes –los ‘slum melodramas’ de Griffith e Ince, con un valor y una realización próxima al documental-, recibirá todavía mayor acento en su siguiente proyecto Llamad a cualquier puerta –si bien será de manera un tanto obvia y acartonada, lo que precipitará a la postre el rápido envejecimiento del alegato-.

Acatando los códigos del noir, la sombra se adueña del escenario, a imitación del tenebroso presente y el negro futuro de los personajes. Solo que, en cambio, en Los amantes de la noche la sombra parece acariciar suavemente los bellos rostros de los jóvenes (acertados Farley Granger y Cathy O’Donnell), lo que potencia su tragedia íntima y no el carácter dual de su naturaleza, dado que los hechos delictivos cometidos por Bowie son únicamente el producto de una injusticia impuesta y atroz –como se entrevé en su reacción en vísperas de la apresurada boda, cuando se olvida de la cartera donde guarda el botín, el dinero ni siquiera es su objetivo primordial en la vida-.

Son detalles de realización que exacerban las pulsiones amorosas del relato hasta transportarlo casi a una atmósfera propia de la fábula –el segundo encuentro en la estación de gasolina, aislados frente al furioso viento del exterior; el paseíllo hasta la casa de licencias matrimoniales, el manto protector de la noche, hogar y refugio de los desterrados-. Valiosas muestras del dominio de Ray de la capacidad poética de la imagen; refinamiento artístico y compositivo que alcanzará su cénit romántico en un terreno a priori tan poco proclive al asunto como el western: Johnny Guitar.

Su esquema argumental –la pareja de enamorados a la fuga- conecta a Los amantes de la noche con películas como Solo se vive una vez, de Fritz Lang, otra obra de pronunciado influjo romántico y acerada visión crítica, al mismo tiempo que anticipa cintas como El demonio de las armas, más acorde a la fascinación fantasiosa hacia los indomables y ultraviolentos iconos de la mitología criminal norteamericana, con enemigos públicos de referencia como Bonnie Parker y Clyde Barrow –circunscritos, como los presentes, a tiempos de la Gran Depresión- o, ya dentro de la década de los cincuenta, Charles Steakweather y Carill Ann Fugate. Prototipos de lo que constituiría casi un subgénero propio dentro del agresivo cine de gángsters del Nuevo Hollywood, propiciado por el desmesurado éxito del sanguinolento Bonnie & Clyde de Arthur Penn y prorrogado por largometrajes como la de nuevo lírica y romántica Malas tierras o el remake del aquí comentado, Ladrones como nosotros.

La eterna huida de Bowie y Keechie conforma un colosal pulso contra sociedad, agente ejecutor de su sino inmutable, infortunado y, en cierto modo, cíclico, condenado a repetirse –el paralelismo y entreverado de su historia con el drama particular de Mattie-. Sin olvidar el nervio y la tensión para las secuencias más espectaculares de persecución y carretera -rodadas muchas de ellas a vista de pájaro con el novedoso empleo de un helicóptero-, Ray captura con maestría la desesperación agónica de los protagonistas, acosados y acorralados como simples alimañas a exterminar. El fatalismo se apodera de los fotogramas mediante la sensación imborrable de que, independientemente de lo que hagan, de sus motivos, de sus excusas, de su inocencia o su culpabilidad, son dos personas con las horas contadas.

Los amantes de la noche supera la premisa clásica del conflicto entre el destino marcado del delincuente y la fuerza redentora del amor puro e ingenuo para gritar con ira el desamparo de la juventud, víctima propiciatoria de un colectivo humano infecto y putrefacto –la traición, el chantaje y el engaño como vía de supervivencia, el mercadeo de sentimientos y sacramentos, el sensacionalismo de los medios de comunicación, la brutalidad de las fuerzas del orden, la incompetencia de la justicia-. Un monstruo demente y encolerizado que estrangula implacable los frágiles rescoldos de virtud y esperanza que tratan de resistir frente a la barbarie.

Un completo fracaso de taquilla.

Víctor Manuel Rivero

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