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Las señoritas de Rochefort (1967)

Hacía mucho tiempo que no revisaba Las Señoritas De Rochefort y, como ocurre a menudo en segundos visionados de grandes películas, volver a verla ha supuesto una grata sorpresa. Recordaba la cuidada coreografía de sus números musicales y su atmósfera jovial, pero había olvidado la portentosa planificación de Jacques Demy y el dinamismo que el montaje de Jean Hamon aporta al producto final.

Junto a la frescura de las interpretaciones de un reparto estelar y unas canciones que siempre están al servicio de la progresión narrativa, todo lo mencionado anteriormente contribuye a que este musical nada tenga que envidiar a las propuestas del Hollywood de Donen y Minelli. Todo funciona a pleno rendimiento en una película que rebosa encanto y optimismo, y que incluso años más tarde serviría de inspiración a Michael Jackson (ojo al primer número musical).

Teniendo en cuenta la inverosimilitud inherente al género, Demy no se toma demasiado en serio su trabajo en términos de credibilidad argumental. Más bien opta por la ingenuidad, latente en la búsqueda infatigable del amor ideal por parte de sus protagonistas. Estamos ante un romántico empedernido al que poco le importa lo que piensen los demás. Su universo está regido por el ritmo de la música y los designios del arte, ya sea la danza o la pintura. Para otros problemas ya está la vida real.

Por esa razón, podríamos decir que estamos ante un film que ha de ser preferiblemente consumido en estado de euforia o en plena depresión, respectivamente para mantener el subidón o para recordar que solo importa el amor y que siempre existe una espina dispuesta a sacar otra espina. Se puede ser feliz, amigos, incluso llevando unos botines como los George Chakiris durante las dos horas de metraje de esta medicina para sonreír y soñar.

Carlos Fernández Castro

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