Capricho Imperial (The Scarlett Empress) (1934)
Nota: 8,5
Dirección: Josef von Sternberg
Guión: Josef von Sternberg
Reparto: Marlene Dietrich, JOhn Lodge, Louisse Dresser, Sam Jaffe, C. Aubrey Smith, Gavin Gordon
Fotografía: Bert Glennon
Duración: 110 Min.
Malos augurios despierta la apertura de Capricho imperial. La introducción del filme, donde una severa madre despoja a una pobre niña de juguetes y humildes ilusiones de bailarina en aras de un futuro no deseado en una corte europea –la que sea-, unido a las barrocas vestimentas del siglo XVIII y las interpretaciones engoladas de los actores, activa reflujos nocivos en cualquier espectador maltratado por las pasteladas de época marca Disney o las cursis tragedias románticas al estilo de Sissi, emperatriz, princesa predestinada y de corazón roto. Pero, en realidad, este cúmulo de rasgos a priori artificiosos son solo mimbres que avanzan el auténtico espíritu de cuento que posee Capricho imperial, dueño de ese estimulante punto de delirio macabro e hiperbólico característico de este género literario donde, sin pudor alguno, se devoran niños inocentes, se decapitan malvados, se rasgan entrañas de animales o se cuece vivo a aquel que el narrador dice que se lo merece; todo ello con el único propósito de decantar un final feliz donde, necesariamente, se coman perdices –al menos en sus versiones contemporáneas, alejadas de sus oscuros orígenes medievales-.
Capricho imperial, crónica del ascenso al trono del Imperio ruso de Catalina II -emblema del despotismo ilustrado y de cierta modernización europeísta en el vasto país euroasiático-, es un filme por completo desacomplejado y, en correspondencia, favorecido por la todavía no aplicación estricta del Código Hays –hasta se puede vislumbrar algún pecho desnudo en ciertos fotogramas-, lo que permite el conveniente desparrame en la obra de unas pulsiones sexuales y malsanas –el sexo será motivo constante de fricción y, literalmente, cuestión de Estado-. Narrada desde el punto de vista de esta noble prusiana, criada en exclusiva para su ascenso social por medio del matrimonio –el trato que le dispensa su madre y con el que será recibida por la emperatriz Isabel I es de puro ganado-, la película establece una marcada dicotomía entre el reino alemán y la feudal Rusia, entre la infancia de Sofía Federica y la madurez de la inminente Catalina la Grande. Capricho imperial, que es casi un filme mudo con sonido, sintetiza con rotundidad esta idea por medio de una elipsis que une, mediante un balanceo antitético –un prisionero ruso convertido en badajo humano, súmmum del relato de las atrocidades de los zares, encadenado a continuación en el tiempo, el espacio y acaso el destino a una delicada muchachita que se columpia en su bucólico jardín impulsada por sus amigas-. De hecho, abundante metraje y pavorosas experiencias tardará la joven Catalina en retornar a ese jardín edénico, que en esta segunda ocasión, resumen de la evolución personal y política del personaje –desde la inocencia y la sorpresa hasta el cinismo y el cálculo-, tendrá lugar en el Kremlin moscovita, entre carreras con muchachitas cortesanas y galantes agasajos de fornidos guardias palaciegos.
Es prácticamente un filme mudo este, decíamos, porque en él es evidente y enriquecedora la ascendencia formal y expresiva del periodo anterior al sonoro, para bien en la mayoría de los casos, para no tanto en otros. La imagen, y con ello la atmósfera, adquiere un papel predominante en la descripción de caracteres, de ambientes y de conceptos temáticos. Desmesurada y desinhibidamente dionisíaca hasta unos límites de osadía que solo se alcanzarán en Excalibur, siempre al borde del precipicio que separa lo fascinante de lo ridículo, Joseph von Sternberg arroja contra el espectador un ostentoso diseño de producción que transforma el Kremlin donde queda encerrada Catalina en una caverna tétrica, onírica y grotesca, poblada por estatuas expresionistas retorcidas por el dolor del pecado y la tiranía, la contrición religiosa y la opresiva angustia que reina en el país bajo el terror de los zares y en la mente acosada de la protagonista. El retrato de la monarquía rusa no es menos favorecedor, dibujada como una ralea de autócratas endogámicos y sádicos que, además de gobernar la nación como si de una finca y patio de juegos se tratase, filtran genéticamente su huella perversa hasta la figura contrahecha, infantil y degenerada del heredero Pedro III (el debutante Sam Jaffe, luego experto en roles exóticos), congelado en una sonrisa demente de ojos desorbitados, acertadamente matizada por una voz rasposa de tono bajo, contenida en su locura. La presentación del Gran Duque, precedida por una interminable cohorte de negros deformes, individuos estrafalarios y mujeres vulgares, es abiertamente bufonesca.
Aquí por tanto entra en escena el juego con la caricatura con el que acostumbra a coquetear el cine de Von Sternberg, en un equilibrio igual de arriesgado que el que ensaya con el ampuloso y asfixiante decorado y que se sortea con el inestimable apoyo de una serie de detalles humorísticos que, paradójicamente, casan a la perfección con el ambiente propuesto en el objetivo común de subrayar el extravagante y siniestro patetismo del lugar –el huidizo pelucón del médico, los barbáricos cortesanos, las ciclópeas puertas que deben abrirse en grupo, el reloj de cuco erótico,…-. Es parte también de esa citada herencia silente que se extiende a las exageradas actuaciones del reparto o a la abundancia de intertítulos, la cual entronca directamente con el estilo narrativo del cuento pero que asimismo puede ser vista, con razón, como un recurso adocenado y empleado con abuso.
No se desaprovechan, no obstante, las posibilidades de un texto malicioso y envenenado en sus dobles sentidos, parejo a las salaces insinuaciones que se explayan en la leyenda sobre la voracidad sexual de la futura zarina, maquiavélica experta en el manejo de las armas femeninas y la erótica del poder. El diálogo a propósito de la preocupación del Gran Duque por los ‘affaires’ del país es buena prueba de ello. Huelga decir que la sensualidad lúbrica y la seductora ambigüedad de Marlene Dietrich resulta fundamental para sostener la credibilidad de este bombardeo de sugerencias, ya sea en su faceta visual, sea en la verbal. Su entendimiento con Von Sternberg, quien solía atribuirse la creación de su mito, propiciaba su potenciación como actriz, aunque fuese entre sonadas discusiones fuera y dentro del plató –que, según la rumorología, se aplacaron cuando la diva fingió una caída a caballo, desvanecimiento incluido, para sofocar la incendiaria y arrogante furia del realizador vienés-. Era la sexta y penúltima de sus colaboraciones, fructificadas por otro lado en una intensa relación sentimental. Pero ni siquiera el aura de Dietrich sería capaz de librar a esta película, única en su especie, del varapalo en taquilla. El público estadounidense, sumido en la Gran Depresión, no estaba para caprichos imperiales, por muy deslumbrantes que fuesen.
Víctor Rivero