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El francotirador (The Sniper) (1952)

Poster de El francotiradorNota: 7

Director: Edward Dmytryk

Guión: Harry Brown (Historia: Edna Anhalt, Edward Anhalt)

Reparto: Arthur Franz, Adolphe Menjou, Richard Kiley, Gerald Mohr, Marie Windsor, Frank Faylen, Mabel Paige

Fotografía: Burnett Guffey

Duración: 88 Min.

No es el primer thriller con asesino en serie, pero El francotirador sí es probablemente uno de los filmes pioneros en otorgarle un rol protagónico para, en consecuencia, tratar de reconstruir su desmoronada mente psicótica. Existen precedentes magnos, como M, el vampiro de Dusseldorf, aunque en la presente palpitan ya ostensiblemente, por así decirlo, las convenciones que definen a este género que encontrará su auge definitivo en la entrada de la década de los noventa, con los hitos de El silencio de los corderos y Seven.

Tiene cierta pretensión de realidad absoluta esta película que, además, se vuelca con decisión a la crudeza y la amargura de la calle siguiendo la línea del noir social de posguerra que habían representado hombres como Jules Dassin –el Nueva York de La ciudad desnuda, el San Francisco de Mercado de ladrones-; un cineasta en este momento ya exiliado en una Europa más receptiva a las conciencias comprometidas que los Estados Unidos polarizados y radicalizados de la Guerra Fría, convertidos en un negativo de sus valores fundacionales a fuerza de blandir estos como simple munición de combate.

Ambas cuestiones convergen en el origen de esta obra, liderada por un productor afín a temas controvertidos y realizador en ciernes perteneciente a la camada que abanderará la regeneración sociodemocrática del cine norteamericano, Stanley Kramer, y dirigida por una de las más célebres figuras arrolladas por la paranoia mccarthista, Edward Dmytryk, cuya mera contratación era ya un tanto que Kramer se apuntaba en el haber moral del proyecto –luego, la alianza artística e ideológica se prolongaría con Ocho hombres de acero, Hombres olvidados y El motín del Caine-. Al mismo tiempo, el libreto se compone con evidentes aspiraciones de indagación psicológica, ambientado en un territorio de pretensiones documentales que no solo se manifiestan en el empleo de los escenarios naturales que ofrece San Francisco –campo de batalla del serial killer por excelencia: el asesino del Zodíaco que dejará su huella en enseñas cinematográficas como Harry el sucio y Zodiac-. También, y aquí en sentido literal, en el prólogo escrito donde se informa al espectador acerca del problema candente de los delitos sexuales y machistas en el país, al estilo de aquellas películas de gánsteres de los años treinta que advertían cínicamente –producto de la imposición legal- acerca de los malos ejemplos de los hampones y su inexorable castigo final por parte de la Justicia inapelable. Unas pretensiones de verismo que heredan por otro lado las constantes del esa rama del policíaco nacida en el decenio precedente con el objetivo de contrarrestar la fascinación que antes había despertado el criminal por medio de una exhibición de modernidad científica y determinación implacable.

El francotirador

Así pues, El francotirador enarbola un discurso progresista perfectamente deletreado desde su comienzo y convertido en verbo incluso por las líneas de diálogo de un personaje concreto, el psicólogo encarnado por Richard Kiley, encargado de encauzar de manera determinante la investigación del teniente Kafka, interpretado por Adolphe Menjou, uno de los más enconados soldados contra la ‘amenaza roja’ en Hollywood y parte de las condiciones que pesan sobre el represaliado Dmytryk para permitir su retorno a los platós. Un personaje-tesis el de Kiley, decíamos, que de postre regala al resto de personajes y al espectador unas lecciones de sociología práctica sobre la necesidad del tratamiento y la reinserción desprejuiciada del sociópata, una víctima más de su enfermedad.

No obstante, este mensaje consigue sobrevivir por la potencia de su convicción, no tanto expresada por los alegatos de este forense, sino por la rabia con la que el argumento reproduce la mugre escondida bajo la rutilante alfombra americana: un dechado de materialismo, atracción por la violencia justiciera o por la simple violencia, cerrazón mental, elitismo, insolidaridad, cortedad de miras, psicopatía potencial y, en especial, punto clave del texto en concordancia con la exposición que abre el metraje, una misoginia rampante manifestada de muchos y muy comunes maneras –un registro de la dominación del sistema patriarcal que, cabe decir, da por desgracia la sensación de estar bien conservada-. Un caldo de cultivo, en resumen, condensado en los prohombres de la urbe reunidos en el despacho del alcalde y que, sumado a otros factores idiosincráticos como el culto al arma de fuego o las desigualdades en el acceso a los recursos económicos –e incluso sentimentales-, sirve de feraz incubadora para estos recurrentes asesinos en serie estadounidenses.

Sobre este retrato aciago recae la pervivencia de El francotirador, envejecida en cambio por el lado de ese compendio de psicologismos con el que se reconstruye la perspectiva fragmentada de Eddie Miller, “un hombre que odia a las mujeres”. La cinta dedica la introducción a presentar los complejos y los traumas prototípicos de esta psique maltrecha, consumida por el impulso y el remordimiento: el maltrato infantil, la neurosis del combatiente, el despecho romántico, la frustración sexual,… Apuntes clásicos completados a continuación por los diagnósticos visionarios del experto en ciencias del comportamiento. En este aspecto, la función se libra de hundirse por el tonelaje del tópico -también en buena medida sobrevenido a posteriori, hay que reconocerlo- gracias al matizado trabajo de Arthur Franz al frente del personaje, capaz de insuflarle humanidad, y a la habilidad de Dmytryk para construir secuencias perturbadoras como la del primer asesinato y la del tiro al blanco, o interesantes como la potencia que, en verdad, se oculta bajo un desenlace de apariencia anticlimática.

Reivindicada con los años, El francotirador obtendría unos pobres resultados en taquilla, apenas ayudados por ocurrencias publicitarias tales como el envío de balas reales a críticos y personal de la industria como parte de la campaña de promoción. Al contrario que lo que sucedería en la actualidad, tampoco los ataques de un “francotirador fantasma” en Los Ángeles ese mismo 1952, Evan Charles Thomas, detenido apenas un mes antes del estreno del filme, conseguirían que esta recaudase lo esperado.

Víctor Rivero

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