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Juarez (1939)

poster-de-juarezNota: 6,5

Dirección: William Dieterle

Guión: John Huston, Aeneas MacKenzie, Wolfgang Reinhardt (Novela: Bertita Harding)

Reparto: Paul Muni, Bette Davis, Brian Ahern, Claude Rains, John Garfield

Fotografía: Tony Gaudio

Duración: 132 Min.

Posiblemente, la gran herencia que deja Juárez al séptimo arte es la de inducir el –por otro lado probable- salto de John Huston desde la escritura de guiones hacia la dirección, motivado, según su propio testimonio, por su descontento ante las constantes remodelaciones y supresiones que había sufrido su material original. “Juárez probablemente fue el mejor guion que he escrito nunca. Estuve cerca de un año trabajando en él y esa opinión no sólo era la mía, sino también la de Hal B. Wallis, que era el jefe del estudio, quien hasta llegó a decir que era el mejor guion que había leído en su vida”, llegaría a decir el cineasta en una entrevista con Antonio Castro. En la conversación, Huston –que también es un hombre muy apegado a su personaje público de individuo impetuoso y aventurero- volcaría las culpas de que el filme no funcionara como él había previsto desde su libreto sobre Paul Muni, estrella temperamental y experto en transformaciones, en especial para abordar personajes históricos –Louis Pasteur y Emile Zola, también dirigidas por William Dieterle, como la aquí comentada-. Sus ínfulas de notoriedad, acusa Huston, plasmadas en su exigencia de que los parlamentos de Benito Juárez se igualasen en extensión y trascendencia con los de su contrapartida, Maximiliano I, serían las responsables de que la dicotomía trazada entre ambos, a partir de la cual se desarrolla el filme, perdiera su fuerza original. “Cuando vi la película no pude ocultar mi indignación, y creo que fue entonces cuando tomé la decisión de dirigir yo mismo”, sentencia.

Sea como fuere, Juárez aparece como una reconstrucción de la vida política de Benito Juárez durante el Segundo Imperio Mexicano, narrada desde una óptica prácticamente maniquea, donde la fuerza democrática y legítima del gobierno republicano que dirige el retratado se establece en oposición a las intrigas colonialistas del francés Napoleón III, autócrata orgulloso y patético. Cada uno de ellos posee además sus propios adláteres a juego: los Estados Unidos, en un canto por la concordia panamericana que descarta sin dudar las lecturas imperialistas de la Doctrina Monroe, y los plutócratas reaccionarios naturales del país, respectivamente.

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La idea planteada entronca con rotundidad con el discurso político del momento, arreciado por los vientos de guerra y totalitarismo procedentes del Viejo Continente, al igual el tirano galo de los fotogramas, ocasionalmente travestido de diablo por el poder de las sombras. Pero esta dicotomía argumental no es completa, decíamos, porque, entre medias de ambos, emerge el cuerpo extraño del emperador Maximiliano I, un Habsburgo austríaco implantado contra natura –hasta contra su conciencia- en el trono del país hispanoamericano.

Quizás este Maximiliano I, monarca progresista de un país que le demostrará que su incomprensión es mutua, sea el personaje más hustoniano de la obra, si bien se puede entender que buena parte de sus ponderados razonamientos procedan de la sensibilidad monárquica del guionista de Aeneas MacKenzie, que también firma el libreto junto con Wolfgang Reinhard. El rey extranjero, romántico e ingenuo hasta lo increíble, protagoniza a mi juicio la trama más fascinante de la película. Puede que también la más valiente, a tenor de las circunstancias cinematográficas y políticas.

Lástima que su dibujo no alcance del todo, por excesivamente naif, el relieve y la potencia que atesora su naturaleza anómala, impregnada de aventura insólita y fatalismo desdichado. Material que, con un Huston experimentado por los años de arte y los reveses de la vida, hubiera podido acompañar perfectamente –aunque a su modo- a los pícaros Peachy Carnahan y Daniel Dravot de El hombre que pudo reinar, otros soberanos improbables de universos exóticos.

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Los combates bélicos y políticos de Juárez también despiertan interés, aunque menos, dentro de esta película con pretensiones de grandeza, en la que se cita a las pinturas de Goya –Los fusilamientos del 3 de mayo– y, con redundancia, a la música de Richard Wagner -sobre quien Dieterle rodará otro biopic, Fuego mágico-, cuya partitura sirve el tema que preside el romance matrimonial entre Maximiliano I y su esposa Carlota Amalia de Bélgica, la vertiente más endeble de la producción, destinada a ofrecerle espacio de lucimiento a otra intérprete de prestigio, Bette Davis, a través de una apropiada conjunción de pasión amorosa y adentramiento en la oscuridad de la locura –literal incluso en el color del vestuario-, erigida en una víctima más de unos acontecimientos irracionales que sobrepasan en mucho la buena voluntad individual de sus partícipes.

Calzada la subtrama de forma un tanto disonante, las escenas íntimas de la pareja -contraste remanso idílico en contraste con un entorno inflamado por el enfrentamiento a muerte– inflan el metraje sin ofrecer a cambio demasiados estímulos, a pesar de la refinada plasmación visual del realizador de origen germano, que proporciona imágenes y secuencias de notable capacidad poética.

Dos años después, John Huston estrenaría El halcón maltés, su debut en la realización, considerado por Paul Schrader como el hito fundacional del cine negro como género definido.

Víctor Rivero

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