Pintura de Guerra (War Paint) (1953)
Nota: 7
Dirección: Lesley Selander
Guión: Fred Freiberger, William Tunberg
Reparto: Robert Stack, Joan Taylor, Charles McGraw, Keith Larsen, Peter Graves, Charles Nolte
Fotografía: Gordon Avil
Duración: 89 Min.
Se intercambian las descargas de rifle. El indio acierta un tiro en el rostro de uno de los forasteros, que brama de dolor y agonía. El viento, sin más aderezos, es la única respuesta a sus inútiles súplicas. Cae de un segundo tiro en el pecho. Prosigue la refriega entre su compañero superviviente y el indio, auxiliado por una mujer –la desesperanza última: la corrupción del espíritu femenino, de naturaleza fecunda y creadora, hasta transformarlo en un agente de destrucción-. El combate dura poco. Un gesto vacío, tratando de ahuyentar a los carroñeros que se abalanzan sobre el cuerpo aún caliente de su amigo, condena al forastero restante. La realización, seca, sin contemplaciones, indiferente a la suerte de cualquiera de los contendientes, se rompe ahora con tambores de guerra que envuelven la imagen del nativo victorioso, recubierto con pinturas bélicas y que arranca impasible, a cuchillo, la cabellera de su víctima.
La presentación de Pintura de guerra, western fronterizo de serie B, es magnífica en su concisión y su ferocidad, tremendamente expresiva acerca de la tragedia histórica que tendrá lugar a continuación de los títulos de crédito. Y es que la mirada que el filme ofrece de la conquista del Oeste se enmarca dentro de esa corriente revisionista, crítica e incluso proindia que comenzaba a describirse en el género en esta década de los cincuenta, identificable en ejemplos prácticamente coetáneos como Flecha rota, La puerta del diablo o Apache, y que sería certificada de manera concluyente por John Ford –el cineasta que marca los hitos de nacimiento, expansión, madurez, decadencia y muerte en la cronología del cine del Oeste- con la desmitificadora y agria Centauros del desierto, estrenada tres años después que la aquí comentada.
En efecto, los arquetipos de Pintura de guerra se difuminan en un mar de dudas: aquellas que proceden del conocimiento histórico, expresadas por Taslik (Keith Larsen) y Wanima (Joan Taylor), combativos hijos del jefe Nube Gris –que espera firmar un tratado de paz con el rostro pálido acantonado a las puertas de su territorio-, y por otro lado las que uno puede extraer desde la observación de la naturaleza de los soldados de la caballería enrolados en la expedición del teniente Billings (con la mirada intensa y el porte rígido de Richard Stack, siempre al borde de una aparente neurosis). Las unas, además, tienden a manifestarse de manera didáctica en las otras, sintetizando a las claras el escéptico mensaje de la obra –a pesar de lo que apuntará luego su desenlace redentor y conciliador-, en este caso por medio de las acciones de un grupo de desarrapados al que, caprichos de la política, les ha correspondido la misión de entregar este documento crucial para la paz entre ambos pueblos enfrentados –al menos una paz provisional, tan frágil y quebradiza como bien aciertan a señalar Taslik y Wanima, pues hombre blanco hablar con lengua de serpiente-.
El libreto de Pintura de guerra exacerba esta evolución negativa del estereotipo del heroico militar conquistador –recordemos falaces glorificaciones hollywoodienses de películas como Murieron con las botas puestas sobre el desastre de Little Big Horn bajo responsabilidad del megalómano y desquiciado general Custer- embarcando la misión en un viaje penoso y obsesivo a través de los parajes yermos del Valle de la Muerte californiano. El paisaje, como es norma en el género, constituye la herramienta fundamental para definir el argumento, el drama de los personajes y la tonalidad de la narración.
Construido sobre una estructura clásica y minimalista –la columna de individuos abandonados a su suerte en un infierno hostil y sometidos a la omnipresencia de la muerte-, el director Lesley Selander –estajanovista artesano del western y la ciencia ficción de presupuestos reducidos o televisivos, incluidas incursiones en el Oeste ibérico como Texas Kid– encuentra el esquema perfecto para, a partir de tensiones externas –la amenaza del indio, de las serpientes, de la sed, de la inanición,…-, hacer aflorar profundas y todavía más peligrosas tensiones internas y psicológicas entre los uniformes azules –la ambición de poder, los celos sexuales, la avidez material-, encarnadas en un eficaz elenco de secundarios –Charles McGraw, Peter Graves, Robert J. Wilke, Douglas Kennedy, John Doucette, Paul Richards,…-, firmes representantes de la importancia del rostro para el actor de cine –ahora, en demasiadas ocasiones, asimilado a una irreal necesidad de belleza y juventud-. Hasta individuos a priori benéficos como el cartógrafo Hamilton (Charles Nolte) naufragan hacia una abominable ambigüedad ante el acicate de las circunstancias adversas –“¡Quémale el ojo!”, llega a exclamar en un arrebato de tortura vengativa y desesperada-. No obstante, advierte la estoica y bella indígena en una denuncia todavía más atronadora, ellos no son más que la metáfora del conjunto del pueblo estadounidense –personificación que trazaba también Ford, aunque con fines antitéticos, en cintas como Fort Apache-, presos de una ambición insaciable y depredadora. Como advierte asimismo uno de estos villanos inesperados, su verdadera faz no cabe en los libros sobre la humanidad escritos hasta el momento, todos ellos errados.
Nos hallamos por tanto ante un western crispado y violento, dotado de un poderoso sentido físico del drama –las emanaciones telúricas del escenario, las luchas cuerpo a cuerpo, las facciones rotundas de los intérpretes, la significativa suciedad que se impregna en el vestuario-. Cualidades que Selander hostiga con expresividad gracias a su estilo enjuto y directo, sin concesiones pero rico en fotogramas de gran capacidad simbólica, estimulado por la carestía material de la producción, una de las nueve que el realizador acometerá para el sello independiente Bel-Air y con la distribución de una compañía de mayor calado como la United Artist. Su agradecida economía estalla así en instantes de gran agresividad –en especial la citada introducción- y se manifiesta en un ritmo fluido y constante, que convierten a Pintura de guerra en una serie B sabrosa y desde luego reivindicable.
Víctor Rivero