El circo (The Circus) (1928)
Nota: 8,5
Dirección: Charles Chaplin
Guión: Charles Chaplin
Reparto: Charles Chaplin, Merna Kennedy, Betty Morrissey, Harry Crocker, Alan García, Henry Bergman
Fotografía: Rollie Totheroh
Duración: 72 Min.
“He visto El circo de Chaplin, y he salido en éxtasis por la belleza del filme, y con una profunda vergüenza de haberme hecho director”, comentaría Pier Paolo Pasolini tras experimentar una de esas epifanías que proporciona la sala oscura, la magia de los fotogramas. Y quizás sea Charlie Chaplin el creador con mayor capacidad para inspirar semejante tipo de revelaciones, dueño de una obra donde lo humano se mezcla con lo trascendente conformando una aleación noble, de elevada pureza física y espiritual.
El circo no se abre en el mejor de los mundos posibles, a pesar de que -o por razón de que- su canción inicial -entonada por el propio autor- invite a soñar a su protagonista, instándola a que se balancee hacia el cielo sin mirar el suelo porque es en lo alto donde existen los arcoíris. Bajo la agujereada carpa circense se escenifica una tragedia de cuento tradicional, con un ogro terrible -el director y padre- que tiraniza los días de una delicada princesa -la equilibrista e hija-. Y la sociedad fuera de estas particulares fronteras tampoco deja signos para la esperanza, puesto que los carteristas se juntan a la carrera con desesperados vagabundos que tienen el cuajo de devorar el bollo que un niño pequeño sostiene en su propia mano -el gag que, precisamente, copiará Pasolini en Los cuentos de Canterbury, con anacrónico vestuario charlotesco incluido-. Un ambiente opresivo y depresivo, en definitiva, donde no obstante comienza a brillar la comicidad física del pícaro Charlot, que protagoniza aquí el último de sus filmes silentes -aunque el empleo del sonido sea aún testimonial en Luces de la ciudad y Tiempos modernos-. “El hombre divertido” es un tipo derrotado que duerme en un carro desvencijado. Su gracia nace de su desgracia.
Charlot continúa inmutable en su ambigua naturaleza, que en su turbadora complejidad condensa la de la humanidad en su conjunto, con sus luces y con sus sombras. Es él quien roba el caramelo a un crío o quien, indiferente a la suerte de sus semejantes, utiliza a un hombre desmayado como pedestal para contemplar el rostro de la chica que le gusta. También, en un rasgo artístico identificativo, es quien sigue dando patadas en el culo a torpes policías, con un sentido de la comedia que, pese a lo esencial del mecanismo -movimiento constante y estrambótico, oposición de contrarios, dolor y diversión como parte de un mismo concepto-, pervive desternillante en la actualidad, noventa años después.
Pero a la vez, decíamos, Charlot, es quien se sacrifica visceral y altruistamente en favor de quien ama. Su humor habita en el drama, y su fuerza, con la que se sobrepone al descorazonador y anticinematográfico peso del absurdo que rige su vida -como rige la de cualquier persona-, procede en cambio de sentimientos sublimes, que lo redimen y convierten en un campeón contra todos y contra todo -incluso contra la ley de la gravedad-. Los sentimientos del o hacia el prójimo, exclama Charlot con su voz muda, son los que nos hacen excepcionales.
El propio rodaje de la cinta es un relato de comedia que se sobrepone al desgarro melodramático de las circunstancias. Chaplin ni siquiera hace alusión a El circo en sus memorias, probablemente desalentado por la crisis nerviosa que sufrió durante su producción, motivada por el fallecimiento de su madre, el escándalo social y hasta sexual derivado de su divorcio con Lita Grey, su segunda esposa; el incendio que arrasó su estudio de cine y las severas reclamaciones fiscales que se cernían sobre él. Y, con todo ello, por más que estas desdichas frenaron el proyecto durante meses, Chaplin conseguiría sacar adelante una obra luminosa.
Sin embargo, hay una noción de Destino inapelable que se le resiste al intrépido Charlot. La primogénita de Ingmar Bergman comentaba acerca de los rituales cinéfilos de su progenitor que cada uno de sus cumpleaños, el 14 de julio, visionaba invariablemente El circo. Igual que ocurre cuando sigue melancólicamente a la chica solo para toparse a la vuelta de la esquina con su archienemigo el poni, que lo acosa infatigable, por más que Chaplin se aproxime a estas cuestiones desde la risa, los temas que aborda el filme son absolutamente graves, sino amargos. La suerte mudable que se materializa en una cartera encontrada y luego perdida sintetiza, a baja escala, el leit-motiv que domina El circo. La fortuna caprichosa que, a fin de cuentas, esconde un recorrido circular, de eterno retorno al punto de partida, y contra el que por tanto parece vano rebelarse. Únicamente lo parece porque, en verdad, esa rebeldía infructuosa de Charlot podría contener la esencia de la vida. Solo un gesto inútil tiene sentido en el más aterrador de los absurdos, que es el que define la existencia humana.
La visión romántica, decadente y tragicómica del circo semeja un decorado propicio para esta exploración, como demuestra su profuso empleo en el cine mudo a modo de miniatura que engloba al mundo entero; caso de buena parte de la filmografía de Tod Browning y Lon Chaney o de El que recibe el bofetón, el primer filme íntegramente desarrollado por la ‘major’ hollywoodiense Metro Goldwyn Mayer y en el que -al contrario que el flexible y reactivo Charlot, que se dobla como un junco ante el viento y contraataca luego con un latigazo-, un individuo racionalista quedaba desbordado por la violencia del absurdo de la vida, que desmontaba a guantazos las certezas intelectuales sobre las que se fundaba su ser. En El circo se rastrean incluso gotas de la ópera Pagliacci en el triángulo romántico que dibuja el argumento. Pero, de nuevo, las influencias dramáticas se conjugan con otras engañosamente livianas, en este caso provenientes del comediante francés Max Linder, de quien Chaplin era sentido admirador, y de autocitas rescatadas de capítulos precedentes, como Charlot el bohemio.
La herencia propia es incuestionablemente válida, dado que Charlot guarda un tesón y una resistencia irreductibles, y que se equiparan a las de otro antihéroe del silente, el estoico Buster Keaton que resiste palizas y humillaciones sin variar el gesto. En la fortuna y en la adversidad, Charlot es uno solo, con costumbres inexpugnables como guardar su dinero en la caña de la bota -sea un centavo, sean cien dólares- o con un valor tal como para empeñarse hasta el tuétano en una causa excelsa que le redima por completo a la especie, pues él es el peor y el mejor de nosotros.
La genialidad de Chaplin quedaría además confirmada por el hecho de que la Academia hubo de concederle un “premio honorífico al mérito por su versatilidad y genialidad en la actuación, guion, dirección y producción de El circo”, a fin de que él no arramplase en solitario con cuatro de los doce Óscares que se condecían en la primera edición de los galardones.
Víctor Rivero