El hombre atrapado (Man Hunt) (1941)
Nota: 7
Dirección: Fritz Lang
Guión: Dudley Nichols (Novela: Geoffrey Household)
Reparto: Walter Pidgeon, Joan Bennett, George Sanders, John Carradine, Roddy McDowall
Fotografía: Arthur Miller
Duración: 105 Min.
Solo unos pocos cineastas de firme conciencia y fuertes arrestos antecederían al alzamiento de Hollywood y su toma oficial de posiciones respecto de la Segunda Guerra Mundial, que despertará definitivamente, a la par que los Estados Unidos, el 7 de diciembre de 1941 con el ataque japonés sobre Pearl Harbor. Antes de esa fecha, hay escasas películas producidas en el país norteamericano que emprendan una decidida ofensiva contra el Terror que, por entonces, parecía limitarse a un mal europeo y, menos importante aún, asiático. Empleando la corrosiva acidez de la sátira, Charles Chaplin ejecutaría una monumental avanzadilla en 1940 con El gran dictador, que coincide en el tiempo con obras consideradas consideradas probélicas como Confesiones de un espía nazi -ésta de 1939-, Enviado especial, Tormenta mortal y Un americano en la R.A.F., amén de otras menos conocidas como Adelante mi amor o Evasión, centradas asimismo en esta problemática. Ese año, también John Ford ambienta una película marcial en el conflicto, Hombres intrépidos, aunque su discurso se encamina hacia otros derroteros de carácter más universal. Ya en 1941 se percibe en los patios de butacas una atmósfera todavía más caldeada, en la que la barbarie nazi compone un elemento de peligro, como se percibe en Así acaba nuestra noche, They Dare Not to Love, Paris Calling o Underground. De igual manera, desde las trincheras de la Gran Guerra, El sargento York recuerda el necesario heroísmo marcial del ciudadano que se sacrifica por unos ideales incuestionables. Y, en julio de ese mismo año, se une a esta primera oleada de combatientes cinematográficos un cineasta que conocía en carne propia cómo de feroces eran las dentelladas de la bestia: el austríaco Fritz Lang.
Su postura respecto al monstruo era bien conocida. Exiliado de Alemania en pleno ascenso del nacionalsocialismo al poder, había rechazado la propuesta de Joseph Goebbels de hacerse cargo de los prestigiosos estudios UFA. «Nosotros decidimos quién es ario y quién no», le había insinuado el ministro para la Ilustración Pública y la Propaganda ante sus excusas de que, a pesar de figurar como católica, los orígenes de su madre eran judíos. De inmediato, Lang dejaría todo atrás, incluida su esposa y colaboradora, Thea von Harbou, de ideas más próximas a las proclamadas por el partido de Adolf Hitler, como se podía entrever en las lecturas sociopolíticas de Metrópolis y sus tesis a propósito de la colaboración de clases como herramienta alternativa a la revolución obrera en el objetivo de derrocar la tiranía de las antiguas y caducas élites sociales. En su libro Fritz Lang en América, Peter Bogdanovich califica ya a El testamento del doctor Mabuse, del año 1933, como la primera película antinazi de la Historia, lo que se demuestra, insiste el director neoyorkino, en que su velada crítica hacia el totalitarismo que se avecinaba quedó cortado de raíz por el aparato de Goebbels, experto conocedor de la potencia ideológica de la imagen.
Sea como fuere, y curiosamente a consecuencia de que Ford declinase dirigir el proyecto, ese 1941 Lang abre una serie de cuatro filmes que arremeten con furia contra el enemigo nazi. El hombre atrapado es el primero de ellos, al que seguirán Los verdugos también mueren -estupenda recreación del asesinato del terrible Reinhard Heydrich, de nuevo reconstruido en la reciente Operación Anthropoid-, El ministerio del miedo -exploración acerca del pánico y la paranoia hacia el quintacolumnista camuflado en el interior del hogar- y Clandestino y caballero -estrenada ya tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial-. También comenzó estando al frente de Confirm or Deny, de nuevo escenificada en el Reino Unido bajo los bombardeos de la Luftwaffe y que abandonaría a los seis días de rodaje debido a diferencias creativas con el estudio. La coprotagonista de la cinta es Joan Bennett, que en la aquí comentada encarna precisamente al principal personaje femenino de la función y, por desgracia, uno de los puntos flacos de la misma a causa de la caricaturesca interpretación con la que asume el papel de una mujer callejera -disimulos impuestos por la moral predominante para ocultar a la que parece ser una prostituta, entre otras cosas dada la actitud que adoptan hacia ella otros personajes-, diseñada para ofrecer un contrapunto de autenticidad cockney frente a los círculos aristocráticos de los que procede el protagonista, así como de bondad y esperanza respecto de los espías de la Gestapo que lo acosan. Ensalzados por la crítica de aquel entonces, son un rol y una actuación envejecidos por el paso del tiempo, que vistos de la actualidad chirrían en su objetivo de alivio romántico de la película, si bien su presencia merece la pena aunque solo sea para disfrutar de una extraordinaria escena de despedida en un puente oculto en la niebla, con apenas un beso inconcluso y dos miradas que capturan conmovedoramente la sensación de melancolía y tragedia que domina la situación.
La niebla es uno de los elementos esenciales de El hombre atrapado, que en buena medida adopta uno de los motivos predilectos de Lang -el individuo hostigado cual fiera- aunque no con las cáusticas intenciones críticas hacia la masa humana que atesoraban obras previas –M, el vampiro de Dusseldorf; Furia, Solo se vive una vez-, sino con un toque de intriga más hitchcockiano y ligero, fácilmente empatizable por el espectador, que hace palanca en la premisa del tipo cualquiera -por más que aquí sea un lord británico célebre por su habilidad en la caza mayor- envuelto en una trama mayúscula -su persecución por agentes nazis después de que, poco antes del estallido de la guerra, sea descubierto apuntando con su rifle al mismísimo Hitler-. La niebla, decíamos, sirve para componer la atmósfera del bosquecillo centroeuropeo de donde surge esta historia de caza del hombre, hacia el que desciende la cámara para rastrear las huellas de una pieza que, irónicamente, porta en ese instante un arma de fuego. La niebla cubrirá asimismo un Londres convertido en ciudad minada, infestada de ojos que acechan -como volverá a advertir tres años después la citada El ministerio del miedo-, estimulando la intriga y la sensación de peligro que rodea al thriller.
Frente a un libreto que se resiente por el peso del tiempo -la humorística flema de él, el grotesco retrato de ella, las inconsistencias que se detectan en la trama-, la imagen es la que resiste pujante y poderosa. Potentes fotogramas que, aparte de las virtudes antes aludidas, establecen de mejor manera que el plano discurso verbal el antagonismo entre británicos y germanos -el cálido y apacible salón del embajador; la intimidante oficina del embajador alemán, recogida casi en contrapicado para reflejar su sobrecogedora y deshumanizada megalomanía- y dotan de intensidad dramática, muy elegante por otro lado -y útil para satisfacer a los deseos del censor-, a las secuencias de tortura que tienen lugar en el castillo del ogro. Volvía a ofrecer jugosos réditos estilísticos la herencia expresionista de Lang en el empleo de la sombra, ya por entonces asimilada en Hollywood gracias a la afluencia de toda esta serie de realizadores y técnicos provenientes de Europa y extendida especialmente en géneros turbios como el incipiente noir, de punzante ambigüedad moral.
Demostración de las prevenciones que predominaban todavía en los Estados Unidos en cuanto a este tema, otra de las cuestiones en las que incidirían desde los organismos de control del Código Hays es el reflejo exclusivamente negativo de los nazis, retratados a su parecer como gente “brutal e inhumana”, por lo que alertaron sobre los efectos incendiarios que estas “películas del odio” podían ejercer sobre la sensibilidad social. Su título, de hecho, sería mencionado en un subcomité del Senado celebrado en septiembre de ese 1941 en el que varios miembros de la cámara arremeterían contra la supuesta propaganda hollywoodiense en favor de la intervención del país en la Segunda Guerra Mundial. El ataque a Pearl Harbor, decíamos, zanjaría el debate poco después.
Víctor Rivero