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El Pistolero (Fiebre en la Sangre) ((The Gunfighter) (1950)

Nota: 8,5

Dirección: Henry King

Guión: William Bowers, William Sellers (Historia: William Bowers, André de Toth)

Reparto: Gregory Peck, Helen Westcott, Millard Mitchell, Jean Parker

Fotografía: Arthur Miller

Duración: 84 Min.

Desde la lejanía, en un inmenso desierto arenoso, surge de la nada un jinete con la estela de un largo y penoso camino tras de sí. Entra en una ruinosa taberna y bebe, pero su fama, ya descrita al espectador mediante una leyenda sobreimpresa, le precede. Un joven fanfarrón decide retar al hombre. Él se resiste a establecer el duelo, incómodo, hastiado. El joven le apunta con el revólver. Antes de que pueda apretar el gatillo, suena el estruendo de un disparo y cae abatido. El hombre busca testigos para certificar que el homicidio ha sido en defensa propia y emprende de nuevo su eterno cabalgar.

El prólogo de El pistolero sirve como justificación de las sobrehumanas habilidades del protagonista mientras que, al mismo tiempo, ilustra su tragedia. Johnny Ringo, mito del Salvaje Oeste inmerso ya su proceso de civilización, es un hombre unido a la muerte de por vida.

Si bien opuestos en su formulación estética –los grandes espacios abiertos y luminosos frente a las urbes verticales y opresivas-, el western y el cine negro, géneros genuinamente norteamericanos, piedras angulares del séptimo arte, poseen en común una idéntica serie de códigos fundamentales, lo que explica su tendencia a la hibridación. El individuo que sobrevive en la anarquía o el cinismo gracias a la fidelidad sin reservas a su propio reglamento moral. La agonía existencial en un mundo sin piedad. Y, sobre todo, la concepción fatalista de la vida: uno es lo que dicta su naturaleza. Sin redención posible.

Anticipado en cierto modo por el héroe fordiano -individuos melancólicos y reflexivos condenados a la marginalidad perpetua-, El pistolero es uno de los filmes que inauguran el estudio de la condición pesimista y crepuscular del hombre de armas: un tótem tan fascinante como anacrónico; sin futuro, sin apenas presente. Un arquetipo a partir del cual germinarán algunas de las mayores obras maestras del cine del Oeste. Johnny Ringo es el precedente directo del Shane obligado a mirar desde la lejanía la felicidad del hogar ajeno, del tío Ethan restringido al exterior de los quicios de la puerta que enmarcan a su propia familia, de los elegíacos grupos salvajes de Peckinpah en búsqueda de un postrero grito de rabia, del jinete pálido encadenado a su figura de forastero errante, del William Munny que ya anciano vuelve a sentir la llamada de lo salvaje. Su perpetuación en el cine contemporáneo es todavía palpable. Vista en perspectiva, Drive, ese western en el que las monturas se alimentan de carburante, no es más que una revisión actualizada de Raíces profundas.

El pistolero es además uno de los primeros westerns autoconscientes del cine: el icono de tiempos de furia y plomo aparece aquí reducido a poco más que un espectáculo andante para entretenimiento de los lugareños, agolpados en los ventanales del salón donde el fatigado asesino espera reencontrarse con su esposa, abandonada encinta años atrás.

Durante esta tensa espera que vertebra el metraje, espoleada por un lado por la intriga que produce la posible respuesta de la mujer y por otro por la muerte que acecha en forma de tres hermanos con ansias de venganza, el protagonista se percata a su vez de su carácter extemporáneo: sus viejos compañeros de correrías se han convertido con los años en un otoñal sheriff desprovisto de revólveres, una mujer con un dudoso empleo en el bar de la localidad y un tipo al que su nueva y pacífica existencia ha sido recompensada con dos metros de tierra sobre su cadáver acribillado.

Sin embargo, la cinta tampoco rinde pleitesía al pasado de este supuesto héroe popular, más bien brumoso, desmitificado con profusión y no exento de torvas sombras. Valga la alusión horrorizada del sheriff (excelente Millar Mitchell) a la muerte accidental de una niña en el transcurso de un espeluznante asalto, algo “de lo que podríamos ser responsables cualquiera de nosotros, tanto da”.

En un fiel reflejo del infinito desaliento del personaje, Henry King, cineasta seducido por las grandes personalidades –lo que en el western supondría una aproximación a la figura de Jesse James en Tierra de audaces, cinta con la cual la presente ofrece unos cuantos paralelismos por medio de esos incontables aspirantes a Robert Ford-, procede a insertar en la escena a Ringo con absoluta discreción. Su silueta no predomina en el plano, sino que se inscribe con naturalidad dentro de él. En este sentido, es significativa la perspectiva en la queda encuadrado cuando lo descubre otro de esos bravucones de medio pelo a los que atrae como irritantes moscas: pequeño, frágil, aovillado en una esquina. En una exhibición de talento, King elude incluso mostrar a cámara la acción que otorga celebridad y prestigio al pistolero: nunca le veremos desenfundar. Alguien le apunta con el arma, ese mismo alguien cae derrumbado. El plano tan solo retorna a Ringo al terminar esa secuencia extremadamente sencilla, casi un simple ritual.

A juego con estas premisas visuales, la interpretación de Gregory Peck, un actor no especialmente dotado pero sí dueño de un incuestionable magnetismo personal, es en todo instante parca y contenida. Perfecto complemento que redondea el dibujo del protagonista, sus andares nobles se entrecruzan con su porte hosco y hostil en situaciones de amenaza, la ferocidad de su rostro en la pelea y el entusiasmo que lo recorre como un latigazo repentino cuando oye nombrar a su amada o a su hijo desconocido.

Quizás tan solo quepa achacar cierta tendencia discursiva a El pistolero. El traspaso definitivo de su infausto calvario podía quedar resuelto con una única frase. La penetrante pesadumbre y el grave estoicismo expuesto con soberbia precisión a lo largo del relato no hacían necesario nada más.

Victor Rivero

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