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Mank (2020)

Me ha gustado Mank, pero me deja un sabor de boca un tanto extraño. Tengo la sensación de que David Fincher hace un trabajo personal por delegación paterna. Y en el arte esas fórmulas no suelen funcionar. Es en el guión donde Mank tropieza nada más comenzar su andadura. Tal vez las constantes referencias a los guionistas, productores y presidentes de los estudios del Hollywood clásico y los guiños estructurales a la narrativa de Ciudadano Kane (el guion de este mítico film lleva la firma de Hermann Mankiewicz junto a la de Orson Welles) interesen a los fanáticos de la historia del cine, pero no así al gran público, que naufragará en un sinfín de nombres y personajes irrelevantes para su experiencia cinematográfica.

Entonces, ¿En qué se basa Mank para atraer al espectador medio? No sería descabellado pensar en su pormenorizada atención a las claves del proceso creativo, concretamente a las de Ciudadano Kane. Sin embargo, tampoco acaba de funcionar en ese aspecto ya que ello implicaría un exhaustivo conocimiento de la obra de Orson Welles, y su aclamado debut no es precisamente ese tipo de películas que gusten al espectador deseoso de vivir dos horas de evasión. En su guión, el padre del Sr. Fincher da erróneamente por entendida mucha de la información que rodeó los hechos narrados por su hijo y eso convierte a Mank en una película para eruditos.

Todo ello no acaba de empañar las virtudes de una película que se cree más de lo que es. Nada es capaz de eclipsar la interpretación de un gran Gary Oldman o la fotografía en blanco y negro de Erik Messerschmidt, muy en la línea del cine de la época y de difícil recreación con las técnicas digitales de la actualidad. Tampoco conviene ignorar el montaje de la cinta, que en ocasiones emula el ritmo frenético del cine de otro clásico como Howard Hawks. Asimismo son disfrutables los guiños al estilo Welles, a través de numerosos contrapicados y planos en profundidad de campo. Del mismo modo, es atractivo el modo en que los Fincher se resisten a gravitar en torno a la figura de Welles y se centran en un perdedor como Herman Mankiewicz, cínico y poco atractivo aunque fiel a sus ideales.

En definitiva, un festín dedicado exclusivamente a los cinefagos, que llama la atención en un catálogo -el de Netflix- habitualmente focalizado en un cine de usar y tirar y dispuesto a ignorar al cinéfilo de pro. Al final, Fincher no satisface a unos ni a otros. El brillante ejercicio técnico, digno de su director, carece del apoyo necesario de un guión presuntuoso y ensimismado, mientras que su parte de propuesta popular, si está existiera, se queda en un trivial cinematográfico sin un ganador posible.

Carlos Fernández Castro

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