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Crónica desde el Festival de Cine de San Sebastián 2021

Exterior. Kursaal. Noche del jueves 16 de septiembre. Dos jóvenes pasean por el puente que une la Parte Vieja de San Sebastián con el Kursaal, bajo la anaranjada luminiscencia de las farolas que nada tiene que hacer contra el potente halo de luz amarilla que irradia la construcción de Rafael Moneo. “Donostia Zinemaldia. Festival de San Sebastián. SSIFF 69” se puede leer, junto a media concha de vieira inmensa, sobre el monumental prisma luminoso. Nuestros protagonistas no hablan porque están hechizados por la magia de ese instante, de ese momento que solo sucede una vez cada año y que ellos esperan ansiosamente desde el mismo instante en que termina: se encuentran en Donosti, de sus cuellos cuelgan sendas acreditaciones y, ¡están a pocas horas del pistoletazo de salida del 69 Festival Internacional de Cine de San Sebastián!

Este pistoletazo de salida tiene nombre propio: Un segundo, el último trabajo del mítico Zhang Yimou. Como viene sucediendo desde hace ya varios años con los estrenos del director chino, se aleja mucho de la calidad cinematográfica que lo encumbró desde Sorgo rojo (1988) hasta bien entrados los años 2000, sin embargo, se trata de una muy digna película de inauguración del SSIFF si tenemos en cuenta los films que este evento inicial nos suele legar. Una oda a ese cine que es bálsamo vital, al que nos acerca a aquello que anhelamos, al que es luz no solo física, al que nos hace viajar a otros tiempos y otros lugares mientras nos reúne a todos para disfrutar del aquí y el ahora. Una oda, en definitiva, al cine. Resulta muy interesante a ojos de un occidental el papel que jugó el séptimo arte en la Revolución Cultural china, y cómo Zhang Yimou consigue imprimir esa sensibilidad tan suya a un contexto político tan desalentador. Sin embargo, no ha sido el único contexto político desalentador de la Sección Oficial de este Zinemaldia, ya que Icíar Bollaín ha decidido contarnos la historia real de Maixabel Lasa, la viuda del gobernador de Guipúzcoa asesinado en el 2000 por ETA que, pasados unos años, decidió acceder a unas sesiones de acercamiento y diálogo con los asesinos de su marido. Maixabel es una película dura, durísima. No se me ocurre manera posible de contar una historia tan desgarradora. Tan difícil es que, posiblemente, la mejor forma de hacerlo sea «no haciendo nada», no tomando parte en ella, no distorsionando la crudeza de la realidad ni ocultando los rostros de los protagonistas, como muy acertadamente hace Icíar Bollaín. Cuando lo realmente crucial es la historia, la simpleza en la puesta en escena es la opción más acertada, mostrando no querer estar por encima de ella ¡y más cuando todo el elenco, encabezado por unos excelsos Blanca Portillo y Luis Tosar, bordan su trabajo de semejante manera! Muy merecido el Premio del Cine Vasco del festival para esta gran obra.

El nivel mostrado en la Sección Oficial estaba siendo del todo satisfactorio tras las propuestas de Zang Yhimou e Iciar Bollaín, por lo que temía la proximidad de un batacazo… Pero no sería con Arthur Rambo. Esta película de Laurent Cantet (La clase (2008), Regreso a Ítaca (2014)) explora unas de tantas terribles, pero perfectamente posibles, consecuencias de las redes sociales en la sociedad de lo políticamente correcto, los límites del humor y ciertas situaciones ideológicas y culturales de la actualidad internacional. Una cinta que, debido especialmente a su tramo final, deja reflexionando a pesar de sus escasos 87 minutos de metraje.

Sorprendentemente, la Sección Oficial empezó a torcerse -siempre desde el humilde y subjetivo punto de vista este crítico- con las proyecciones de las que, a la postre, acabarían siendo las obras galardonadas con los premios más importantes del certamen. Lo más destacable de la remilgada Benediction, del siempre formalmente correcto Terence Davies, es su amplio abanico de recursos cinematográficos y la pulidez de sus formas, no el libreto que le granjeó el Premio del Jurado al mejor guion. Los ojos de Tammy Faye tampoco es una película memorable en su conjunto: biopic comercial y fácil (eficaz, eso sí) cuya única pretensión es alzar a los altares históricos de la interpretación a su protagonista, Jessica Chastain. Altares en los que, realmente, debería llevar tiempo ya sedente, pero a los que parece imposible ingresar sin esa tarjeta de acceso conocida como «premio Óscar a la mejor actriz principal», y que todo apunta a que esta temporada puede terminar en sus manos. Por lo pronto, el Festival de Cine de San Sebastián ha aportado su granito de arena a esta causa otorgando a la actriz estadounidense la Concha de Plata a la mejor interpretación protagonista (primer año que no se hace distinción de género), ex aequo con la joven actriz Flora Ofelia Hofman Lindahl, protagonista de la cinta danesa As In Heaven. Esta película nórdica, únicamente destacable en el apartado visual, se alzó, además, con la Concha de Plata a la mejor dirección para Tea Lindeburg. Pero si existe un caso especialmente destacable por la sobreestimación del jurado en comparación con la acogida del público, ese es el de la Concha de Oro. El máximo galardón del certamen fue a parar a Blue Moon, una cinta rumana que, lejos de ser una mala película o de no aportar nada, no posee los requisitos necesarios para ser coronada con la mayor presea de uno de los festivales cinematográficos más importantes del mundo. Cierto es que logra violentar e incomodar al espectador tanto como se propone, buscando trasladarlo a la asfixiante realidad de una protagonista que vive bajo el implacable yugo de una sociedad y una familia que cortan sus alas una y otra vez por el simple hecho de ser mujer, pero salta a la vista que la historia no nos cuenta nada nuevo. Grabada, además, utilizando los recursos más habituales (cámara al hombro, planos de la nuca de la protagonista, desenfoques, etc.) del cine más presente en los circuitos festivaleros de este hemisferio occidental (cine europeo independiente), no es de extrañar que, en la sala de prensa, la incredulidad de la resolución del jurado fuera tan sonora como, después, sonada.

Continuando con la Sección Oficial, probablemente las más gratas sorpresas nos llegaron desde aquí mismo, desde España, y es que no es ningún secreto que el SSIFF es el escaparate predilecto para los más esperados y virtualmente mejores productos audiovisuales nacionales. Lo nuevo de Aranoa, El buen patrón, es una genialidad tan entretenida y divertida como cáusticamente mordaz. Apuesta así por el humor, sin olvidar el discurso crítico que desde sus comienzos se convirtió en su seña de identidad, ¡y ojo a Bardem, que sigue demostrando que en esto de la interpretación es, en efecto, el patrón indiscutible! Pero si hubiera que destacar una cinta española por encima de las demás -y prácticamente del festival en su totalidad-, esa sería la última obra del pequeño y, opinión de un humilde servidor, mejor de los Trueba: Quién lo impide, de Jonás Trueba. Más allá de la inapelable humanidad del film, de la sencillez de la propuesta sin renunciar a su tradicional profundidad, del pulso necesario para mantener no solo la atención, sino el interés del público más amplio a lo largo de 220 minutos de costumbrismo y conversaciones; de la maestría a la hora de engarzar realidad y ficción y ponerlas a dialogar entre ellas, y de la mastodóntica tarea de construir una obra cinematográfica a lo largo de casi cinco años, más allá de todo eso, hay que destacar algo tan «banal» como el innovador formato del largometraje: casi cuatro horas de película con dos intermedios de cinco minutos, uno cada hora y diez más o menos. Jonás Trueba se adapta a los tiempos que corren, sabe leer las inquietudes de la sociedad actual y las demandas del gran público, que cada vez consume más series y le cuesta más mantener la concentración. De esta manera consigue acercar su cine, siempre cadencioso y reflexivo, enemigo de las prisas, a un público que cada vez aguanta menos tiempo sin mirar el móvil ¡Chapó! Esta genial pieza de autor se alzó con el premio Feroz Zinemaldia de la crítica y con el de a la mejor interpretación de reparto para todo su elenco de jóvenes actores/”personas” (Jonás juega a no dejar claro hasta qué punto son ellos mismos, ellos haciendo de ellos mismos o ellos interpretando un personaje).

Pero no todo es Sección Oficial en el Festival de Cine de San Sebastián. Aunque esta sección sea la que motiva dicho evento y la que más de cerca hay que seguir para descubrir, tal vez, quién sabe, una obra maestra inédita hasta la fecha, lo cierto es que uno no puede evitar sucumbir a las (supuestas) maravillas ya consagradas en otros festivales que nos ofrece la sección Perlak. Y si hay una triunfadora “foránea” que es especialmente esperada cada año, esa es, salvo excepción, la Palma de Oro del Festival de Cannes. Así pues, lo que en un principio se postulaba como uno de los acontecimientos más estimulantes de la semana, la proyección de Titane, de Julia Ducournau, resultó serlo más a un nivel crítico que cinematográfico, y es que encontrar fallos en una cinta tan aclamada es algo harto motivante para un crítico incipiente. No, la Palma de Oro no gustó demasiado en San Sebastián, o al menos esa es la sensación que dio. Con un primer cuarto de hora de metraje realmente memorable, que nos presenta a una protagonista agresiva, oscura y compleja que podría rozar el olimpo de los personajes «de culto» del séptimo arte, el planteamiento va poco a poco enmarañándose en su propia rebeldía hasta terminar aniquilando por completo su propia creación. Así, esa heroína tan ambigua que nos hipnotizaba como si de las luces de neón que la iluminaban se tratara, acaba perdiendo toda su fuerza, su personalidad y su complejidad, por alguna razón que esperemos que la directora de la cinta tenga más clara que la prensa del festival de la capital guipuzcoana. Cosa que, por otro lado, no dudo ni por un instante ya que, a pesar de todo, la intención narrativa a través de una propuesta artística rompedora es muy evidente.

Entre luces de proyector, rollos de película y pantallas con más historia que algunos de los films que en ellas se proyectan, el tiempo en el Festival de Cine de San Sebastián, un año más, se nos escapó entre los dedos sin darnos cuenta. Pero, de un tiempo a esta parte, dicho certamen ha tenido a bien deleitarnos con un colofón final que va más allá de la clásica película de clausura (que, por cierto, en la línea de las películas de inauguración, suele dejar que desear): la película sorpresa. Este film misterioso no solo suele tratarse de la proyección más esperada de la semana, sino que trae consigo otro de los grandes divertimentos del festival, que no es otro que tratar de adivinar de cuál se trata. Entre elucubraciones, descartes y algún que otro debate, el deseo más generalizado resultó ser, finalmente, cumplido: la película sorpresa fue la esperadísima Spencer, del genio Pablo Larraín. Como ya es costumbre en las obras del director chileno, uno no puede crearse una opinión real nada más salir de la sala cine, debe dejar reposar y macerar bien lo que has visto, porque hay mucho cine oculto tras tanta belleza atmosférica. Propuesta arriesgadísima (hasta para él) no exenta de carencias, si se emprende el salto de fe de no juzgarla hasta el final y no se tiene prisa por tratar de entender lo que estamos viendo, entonces puede, pero solo puede, que te encuentres ante una obra realmente importantísima al alcance de muy pocos realizadores, y que cerciora el sempiterno excelso estado de forma de un director personalísimo y tan hechizante como la atmósfera que empieza a respirarse la noche previa a la inauguración del Festival Internacional de Cine de San Sebastián.

Martín Escolar

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