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Isla de perros (Isle of Dogs, 2018)

Isla-de-perrosNota: 9,5

Dirección: Wes Anderson

Guion: Wes Anderson (Historia: Wes Anderson, Roman Coppola, Kunichi Nomura, Jason Schwartzman)

Reparto: Animación

Fotografía: Tristan Oliver

Duración: 100 Min.

Es como escuchar la obertura 1812, de Chaikovski. En lugar de cañones y campanas, una sucesión de grabados japoneses; en vez de tambores de guerra, tambores Taiko. La Marsellesa y los troparios ortodoxos son sustituidos por cantos tradicionales japoneses y percusión ritual sintoista. Pero, en ambos casos, el exceso, la desproporción, el asombro… y una unión de fondo y forma a la que no se le notan las costuras. Todo ello tamizado por el estilo peculiar e inconfundible de sus respectivos autores. Situando al espectador en un contexto espaciotemporal. Dejándolo atónito, casi exhausto. El arranque de Isla de perros es, como la citada obertura, una obra de la magnificencia. Se distingue, sin embargo, de la pieza del ruso en que funciona como una obertura en el sentido más usual del término. Es decir, que le sigue una ópera. Una ópera en tres actos, con sus héroes y sus villanos. Con su historia de amor. Con sus leitmotivs, bien inventados por el ingenio de Alexandre Desplat, bien tomados directamente de la partitura de Fumio Hayakasa para Los siete samuráis (Akira Kurosawa, Japón, 1954). Con su grande finale, esperado y sorprendente a la vez.

Isla de perros sigue las constantes de toda la filmografía de Wes Anderson, tanto a nivel temático como formal. El fondo permanece inundado de conflictos familiares e intergeneracionales – sin cuya resolución no puede concluir el metraje – así como del problema de la identidad, explícitamente expresado por la perrita Nutmeg y por Atari, el protagonista – huérfano como siempre. Se añade aquí, además, una componente de denuncia del poder y sus corruptelas, una queja contra el sistema político imperante, como sucediera en Fantástico Sr. Fox (2009) a propósito de la economía capitalista. De otro lado, las formas son inconfundiblemente andersonianas, plagadas de simetrías, de colores planos, de sobresaturación visual e informativa – a menudo encauzada a través de un montaje preciso y frenético –, de lacónico humor … Y de tantos otros elementos marca de la casa de este autor posmoderno. No faltan tampoco los guiños a la obra de Welles (la sombra de Kane es alargada), Ozu, Kurosawa o Miyazaki – eso sí, siempre imbuidos de la inconfundible estética del realizador tejano.

No basta un visionado para abarcar la genialidad de una obra que hace pensar que Anderson es un creador que hace algo único. Y lo hace bien y con gusto – es lo que los antiguos llamaban virtud. Para apuntalar esta tesis, dos detalles. Uno: buena parte de la película está doblada en japonés no subtitulado. Bien pensado, se trata de una decisión muy audaz. Más aún cuando es una película de animación destinada al público adulto y al infantil – como ya lo era Fantástico Sr. Fox, que, por cierto, suele fascinar a los más pequeños. Sin embargo, el conjunto funciona, lo cual solo es posible porque el lenguaje visual es con mucho más potente que el verbal. También, porque a través de sus muñecos de limitada expresión y motricidad a doce fotogramas por segundo, Anderson consigue empatizar con el espectador, hablándole así en otro idioma que no necesita de palabras.

Dos: hay en Isla de perros dos escenas realmente llamativas, e interrelacionadas. Ambas rodadas en posición cenital y simétrica; deben de durar menos de un minuto. En una se describe de modo exhaustivo el proceso de preparación de diversas variedades de sushi. En la otra asistimos a una operación de trasplante de riñón. Un buen botón de muestra del exceso de datos que reside en las películas de Wes Anderson – los procesos son bastante más lentos en la realidad, aunque en el film parezca casi natural que duren tan poco. Un ejemplo, también de cómo Anderson se acerca a otras disciplinas o culturas (como ya hiciera con la india en Viaje a Darjeeling (2007) o la austríaca en Gran Hotel Budapest (2014)) a través de un riguroso proceso de documentación, que desciende hasta los detalles más nimios, consiguiendo después el más difícil todavía: expresarlos con su particular estilo, dotarlos de su toque personal. Como cuando Chaikovski – por seguir la comparación del comienzo – hace variaciones sobre el himno de Francia: se acerca incluso al enemigo a través del propio arte.

Otra cosa distingue, por cierto, la obertura 1812 de Isla de perros. El compositor soviético afirmaba que la pieza era fuerte y ruidosa, pero carente de mérito artístico, porque la había escrito sin calidez ni cariño. No se puede decir lo mismo del último largometraje de Wes Anderson, imbuido de la poesía de un hombre que ama lo que hace. Un autor que consigue llenar salas de cine a la vez que explora una y otra vez los bordes de ese arte global que es el séptimo.

Rubén de la Prida Caballero

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