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Small Axe: Rojo, blanco y azul (Small Axe: Red, White and Blue, 2020)

Ni siquiera cuando los ideales son compartidos desaparece el choque generacional entre padres e hijos. Que dos personas compartan una misma idea no implica comunión si la idea está enfocada a través de diferentes e irreconciliables puntos de vista, puesto que, a menudo, todos nos escudamos en nuestra versión de la realidad y rechazamos matices ajenos o perspectivas distintas a las nuestras. Ocurre cuando contemplamos las convicciones como algo imperturbable e inmune a la razón y a la lógica. Sin embargo, tarde o temprano aprendemos que nada ni nadie es capaz de evitar que la realidad doblegue los materiales más sólidos, incluso esos que integran nuestras certezas más absolutas.

Al igual que sus dos predecesoras en la antología Small Axe, Red, White and Blue centra su denuncia en el racismo de la sociedad inglesa en una época en la que un británico de color al azar era sospechoso de cualquier delito que se cometiera en el Reino Unido a menos que se demostrara lo contrario. Cómo es habitual en esta serie, el discurso es tremendamente efectivo y nos obliga a empatizar con el protagonista (John Boyega) a base de imágenes poderosas y situaciones de una injusticia social más allá de lo intolerable. Sin embargo, como en todo buen cine, la película de Steve McQueen contiene un subtexto tan relevante como la reivindicación principal.

Se trata de una relación paternofilial de carácter universal que muestra la diferencia generacional entre padres e hijos en cuestiones de actitud frente a la vida. Un padre que espera en su hijo el mismo enfado y el mismo pesimismo que él siente respecto al racismo latente en la sociedad en general y en el cuerpo de policía británico en particular. Su hijo, que cree en la solución, persigue activamente el cambio desde dentro del sistema y no comprende la pasividad de su progenitor. Todo ello es reflejado a lo largo del film mediante numerosas secuencias que retratan ese desencuentro entre el idealismo de la juventud y la inflexibilidad intelectual de la edad adulta. Algo que, supongo, la mayor parte de nosotros hemos sentido en nuestras propias relaciones familiares en algún momento de nuestras vidas.

Personalmente, me gusta cómo se plantean los conflictos de esta relación, pero todavía me gusta más cómo son resueltos por el director británico. McQueen adopta una solución tan sencilla como satisfactoria, sin fuegos artificiales pero repleta de una lucidez asombrosa. Sobre una mesa de la vivienda familiar, el padre sujeta una copa de brandy en el momento que su hijo entra por la puerta buscando a su madre y a su hermana. No las encuentra en casa. Al llegar al comedor, se sienta junto a su progenitor y, sin mediar palabra, rellena otro vaso con la misma bebida que ahoga las penas de su compañero improvisado de copas. Se miran a los ojos e inician una conversación que inmediatamente demuestra cómo ambos han aproximado sus posturas a un punto intermedio de conciliación: uno por amor a su hijo, el otro al chocar contra la testaruda realidad.

Es el momento mágico en el que dos personas dejan de ser padre e hijo para convertirse en dos seres de igual a igual que, por primera vez en sus vidas, se aman y se comprenden tanto en la felicidad como en la tristeza. Al igual que ocurre en la vida, Red, White and Blue no tiene un cierre absoluto sino un final abierto que encamina la narración hacia nuevo comienzo con un destino tan incierto como esperanzador, el punto de inflexión en el que, una vez unidas dos fuerzas que persiguen el mismo objetivo, encontrar una solución empieza a ser una posibilidad real.

Carlos Fernández Castro

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