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La presa (Southern Comfort, 1981)

Dirección: Walter Hill Guion: Walter Hill, Michael Kane, David Giler Reparto: Keith Carradine, Powers Boothe, Fred Ward, Peter Coyote, Franklyn Seales Fotografía: Andrew Laszlo Duración: 103′

A finales de los 70 y principios de los 80 proliferaban las películas sobre la guerra de Vietnam. Muchos directores apuntaban a los ojos rasgados del eterno enemigo, escondiendo una gran derrota detrás victorias parciales, mientras que algunos humanistas se entregaban a la comisión de alegatos antibelicistas. Sin embargo, no abundaban las películas que, como La presa (Southern Comfort), asumieran la culpabilidad de una América déspota, interesada, imperialista e incluso capaz de autodestruirse.

Walter Hill fue uno de los directores que rompió los esquemas preestablecidos a través de este film bélico en tiempos de paz, en el que los militares son la presa y el cazador está representado por varios integrantes de un grupo étnico (en 1980 los cajún fueron reconocidos como tal por el gobierno norteamericano) de origen francés, afincado en el estado de Louisiana desde mediados del S XVIII. La alegoría está servida si sustituimos a estos guerrilleros de origen galo por un puñado de soldados vietnamitas.

La llamada de atención es ya evidente si tenemos en cuenta que el americano sitúa su película en 1973, último año del conflicto en el sudeste asiático. Sin embargo, ésta parece ser tan solo una de las múltiples aristas de un discurso centrado en la autoevaluación del estado americano. El hecho de que esta lucha por la supervivencia de nueve efectivos de la Guardia nacional se desarrolle en territorio americano y de que sean estos soldados quienes enciendan la mecha del enfrentamiento, orienta sobre las intenciones críticas de Hill.

Sin embargo, el evidente contenido político del film no consigue eclipsar la estrategia de un guión y una dirección firmemente comprometidas con el suspense y la acción. Al contrario de lo que sucede en tantas películas de supervivencia, el foco no se centra en la caída progresiva de los protagonistas, sino en la forma en que desaparecen de nuestro campo de visión. En este aspecto, cobra especial relevancia la construcción de unos personajes complejos y muy bien definidos, cuyos perfiles poco complacientes y alejados del blanco y negro impiden la exaltación patriótica y obligan a reflexionar sobre la escasa capacidad de autocrítica de un país acostumbrado a ver la paja en el ojo ajeno.

Sin embargo, Hill se compadece de sus negligentes militares y, en cierto modo, les victimiza a través del resorte que activa involuntaria e inocentemente el conflicto narrativo: unas barcas tomadas sin permiso pero con voluntad de devolución y unas ráfagas de ametralladora con balas de fogueo. De repente, una expedición rutinaria se convierte en una pesadilla que acontece en el lugar menos esperado: territorio amigo. Sin embargo, el director no duda en castigarles con sadismo. Desde el inicio, las personalidades extremas de sus soldados anticipan el conflicto, que se ve incrementado con el transcurso de los minutos a través de la amenaza externa.

El director alterna los planos generales, destinados a mostrar la inmensidad de la naturaleza que aísla a sus personajes de la civilización, y los planos más próximos, habitualmente filmados con teleobjetivo y encargados de transmitir esa tensión irrespirable que surge entre los componentes del grupo y emana de esa amenaza externa. A pesar de su esquema previsible, el guión está lo suficientemente bien escrito como para garantizar numerosas sorpresas y un clímax final que deja sin aliento al espectador merced a la excepcional labor del editor: elipsis visuales que vaticinan la tragedia y dos secuencias que alternan una representación musical in crescendo con el enfrentamiento final entre los soldados restantes y los «malvados» cajún. Tras recobrar el aliento, es posible que haya desaparecido la distinción entre buenos y malos para empezar a reflexionar sobre otras cuestiones que rechazan los extremos.

Carlos Fernández Castro

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