Lone Star (1996)
Hubo una época en que los amores interraciales estaban mal vistos en la sociedad americana. A pesar de los años transcurridos desde aquella época, es posible que esos tiempos no hayan pasado todavía. Era la época en que los abusos de poder estaban a la orden del día y el sheriff de turno tenía patente de corso para hacer y deshacer a su antojo dentro de los límites de su jurisdicción. Al ver Lone Star, se siente la frustración de la intolerancia, pero también se retrocede a un pasado no tan lejano en que los ajustes de cuentas terminaban con un cadáver bajo la arena del desierto más próximo.
Río County, Texas. En los años 50, mejicanos, afroamericanos y norteamericanos vivían en un equilibrio forzado por el miedo. Charlie Wade era la ley y la ley tenía predilección por el color blanco. Pero un buen día éste desapareció y fue sustituido por el hoy ya legendario Buddy Deeds, todavía recordado por su carisma y su buen hacer. El presente narrado por Sayles está protagonizado por el hijo de este mito, que regresó al pueblo tras unos años de ausencia y logró el cargo de sheriff gracias a su apellido. En los primeros compases del film, el conflicto argumental estalla en forma de un esqueleto y una estrella de sheriff que acaban de ser encontrados en las afueras del condado.
En escasos minutos, Sayles expone un contexto muy rico en matices que combina pasado y presente a través de pinceladas muy certeras y presenta a sus protagonistas con la contundencia y la economía narrativa de los mejores guionistas. Mediante unos flashbacks basados en el uso ejemplar de la elipsis (una mezcla prodigiosa entre la elipsis visual y la temporal), el director nos presenta a esos dos grandes enemigos que, sin gozar de excesivos minutos en pantalla, sobrevolarán el hilo argumental del film durante gran parte de su metraje: Wade y Deeds, dos ejemplos de escritura que a través de dos intervenciones se convierten en mitos fuera y dentro de la pantalla.
En Lone Star, saltamos del presente al pasado a medida que Sam Deeds investiga la identidad de unos huesos que alimentan todo tipo de sospechas y elucubraciones. De esta manera, la investigación se erige en la columna vertebral de una narración que irriga diversos afluentes íntimamente ligados al argumento central: antiguos romances rotos por perjuicios raciales, ajustes de cuentas pendientes, espaldas mojadas que buscan un futuro mejor y relaciones paterno/materno filiales basadas en todo tipo de disfuncionalidades.
Contra todo pronóstico, Sayles sale airoso de esta mezcla de géneros aparentemente incompatibles. En Lone Star, el director americano se atreve a combinar el cine social, otorgándole el protagonismo absoluto, con el western y el cine negro, dos géneros de una fuerte personalidad que no suelen aceptar papeles secundarios. De una manera natural, la discriminación racial y la inmigración se adueñan de una película disfrazada de cine de género y plantean situaciones destinadas a forzar la reflexión y el debate sobre la realidad actual de los Estados Unidos de América.
La dirección de Sayles está a la altura de su magnífico guión, logrando que la alternancia de sus líneas narrativas sea fluida y mantenga el interés del espectador en cada transición. En uno de sus giros de guión más sorprendentes incluso encontramos un magnífico homenaje a El hombre que mató a Liberty Valance, dejando claros los referentes del director a la hora de abordar un género tan clásico como el western. Un riesgo que se convierte en virtud, como casi todos los recursos narrativos de esta película, gracias a la sensibilidad de un cineasta que consigue encontrar un perfecto balance entre el entretenimiento y el cine más comprometido.
Carlos Fernández Castro