Sacrificio (Adrei Tarkovsky, 1986)
Para mí, Sacrificio es la definición cinematográfica de angustia. Mientras veo sus imágenes me siento devorado por el desasosiego. Analizo la estrategia visual de Tarkovsky para averiguar el origen de estas sensaciones y encuentro primeros planos que esculpen la desesperación, travellings laterales que se mueven lentamente a lo largo de las estancias mientras revelan la disposición de los actores a diferentes niveles del plano, composiciones cuya simetría resulta inquietante, silencios estruendosos e interacciones basadas en diálogos tan indescifrables, intelectuales e insustanciales como capaces de dinamitar la narración.
Como telón de fondo, una guerra que acecha a los personajes y rompe la falsa calma del primer tercio de metraje. Entonces la oscuridad se apodera de la fotografía de Sven Nyqvist: sus colores, ya apagados desde la secuencia inicial, abrazan definitivamente la oscuridad de las pesadillas y son conquistados por el poder expresionista de las sombras. Los claroscuros se aproximan al blanco y negro y, consecuentemente, acentúan los contrastes de la imagen y la emoción.
Esta progresión queda reflejada en el rostro de Erland Josephson, otro habitual del cine de Bergman que aporta el factor humano a unos planos tan dependientes de su buen hacer como de los interiores en los que se desarrolla la narración. Sometida a las reglas del sueño, Sacrificio no busca la comprensión del espectador; tan solo invita a saltar un precipicio sin red que guía tanto a la salvación como a la condena de un deseo cumplido.
Afortunadamente, realizamos el viaje de la mano de un protagonista que deambula en sus planos con la misma desorientación que el espectador. Compartimos con el Josephson la soledad ante un destino incierto. La inmersión en las imágenes de Tarkovsky es inevitable, como también lo es ese vacío que ni el conocimiento ni los bienes materiales son capaces de rellenar. Cuando llega el momento del sacrificio, aquello por lo que se está dispuesto a dar todo cobra una forma definida y concreta.
Tarkovsky no se preocupa por presentar a sus personajes. Ni siquiera se molesta en revelar su parentesco. Incluida la guerra que amenaza la existencia de la familia, todo transcurre en una indeterminación asfixiante. La casa, un fortín frente al peligro exterior, se erige en una caja de Pandora que contiene las consecuencias de la guerra fría. Y a pesar de toda la angustia existencial que supura esta narración, hay espacio para algo parecido a la esperanza cuando todo queda en manos de esos vínculos inquebrantables que unen a un padre y un hijo.
Carlos Fernández Castro