El peral salvaje (Ahlat Agaci, 2018)
Nota: 9
Dirección: Nuri Bilge Ceylan
Guion: Nuri Bilge Ceylan, Akin Aksu, Ebru Ceylan
Fotografía: Gökhan Tiryaki
Reparto: Dogu Demirkol, Murat Cemcir, Hazar Ergüclü, Bennu Yildirimlar, Serkan Keskir, Tamer Levent
Duración: 188 Min.
Como siempre ha sucedido desde el nacimiento del séptimo arte, en el panorama cinematográfico actual también hay directores que están marcando una época. Es el caso de Paul Thomas Anderson, Bela Tarr, Wong Kar-wai o el del director de El peral salvaje: Nuri Bilge Ceylan. Desde que en 2002 ganara el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cine de Cannes con Lejano (Uzak), el turco no ha bajado la guardia en ninguna de sus producciones, regalándonos un ramillete de obras que destacan por su carácter de crónicas sociales de un país en descomposición y por una sutil representación de los sentimientos humanos.
Los diálogos y las imágenes de Nuri Bilge Ceylan ejercen tal fuerza de gravedad entre el espectador y la pantalla que ni siquiera sus tres horas de duración permiten la posibilidad de un coitus interruptus. Me fascina la manera de filmar de este cineasta, tan pausada y a la vez tan segura de su capacidad de persuasión. Del mismo modo, me atrapa su forma de expresar ideas que bien pueden girar en torno al contexto particular de su Turquía natal (los problemas de adaptación de un joven que regresa a su pueblo tras haber estudiado en la universidad), como versar sobre preocupaciones universalmente identificables (las fricciones que acontecen en el seno de su familia a raíz de la afición de su padre al juego y la resignación de su madre a una vida sin motivaciones aparentes).
A medida que transcurren los minutos, el regreso de Sinan a su pueblo natal se ve salpicado con diversos reencuentros y situaciones ya existentes que van extrayendo diferentes aspectos de su personalidad, sus convicciones y su estado de ánimo actual. Y aunque en la película se aborden cuestiones que tocan lo religioso, lo político y lo social, lo que verdaderamente cala en el espectador es esa relación paterno filial que se erige en el motor de la película y en el cincel que, con cada nuevo enfrentamiento, perfila la personalidad del protagonista. De esta manera, Ceylan dosifica la información, poniendo a prueba la resistencia del público a enjuiciar precipitadamente conductas ajenas.
Como viene siendo habitual en su cine, los planos largos, sus travellings sinuosos y la profundidad de sus diálogos contribuyen a seducir los sentidos del espectador. No importa el alto contenido intelectual de las conversaciones que jalonan su metraje, porque Ceylan logra que prevalezca la universalidad y el humanismo de sus reflexiones. Entre sus mayores logros, encontramos la escritura minuciosa del personaje principal: un joven escritor que acaba de regresar de la universidad a su pueblo natal, un lugar que desprecia y no considera a su altura. En ocasiones empatizamos con su impotencia y en otras situaciones percibimos una superioridad moral que no parece corresponder con la realidad.
En este sentido cobra especial importancia la ambigüedad que domina la retórica del personaje principal, ambigüedad que, como si de una lección de humildad se tratara, el director emplea al resolver los conflictos que éste vive con su progenitor. Y gracias a todas estas maniobras obtenemos una imagen tan certera como imposible de apreciar a primera vista de este joven lastrado por decepciones mal digeridas y por una prepotencia que ciega su capacidad para leer la realidad que le ha tocado vivir.
Carlos Fernández Castro