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La trinchera infinita (2019)

Dirección: Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga Guion: Luiso Berdejo, José Mari Goenaga Reparto: Antonio de la Torre, Belén Cuesta Fotografía: Javier Agirre Erauso Duración: 143′

La circunstancia del fin del enterramiento faraónico de Franco en un mausoleo épico pocos días antes del estreno avala la oportunidad de La trinchera infinita y desmiente el tópico de que hay demasiadas películas sobre la guerra civil. Mucho más cuando, como en este caso, no se trata de abundar en nuevas historias sino de sensibilizar y hacernos presente la crueldad de una dictadura a lo largo de los años.

En unas ágiles e impactantes imágenes, se cuenta cómo unos falangistas detienen a Higinio, concejal republicano en su pueblo en los inicios de la guerra; sabedor de que puede morir fusilado en cualquier momento, arriesga la vida y huye como puede. Regresa a su casa y se esconde en un oquedad oculta bajo unos escalones y, más tarde, tras una pared falsa que su padre le construye en su casa siguiendo las indicaciones del hijo. Allí pasará los siguientes treinta y tres años de su vida.

Parece que la historia de Luiso Berdejo y José Mari Goenaga se inspira en el documental 30 años de oscuridad (Manuel H. Marín, 2012), disponible en  https://www.documaniatv.com/historia/30-anos-de-oscuridad-video_0f93fcd31.html que cuenta la historia del alcalde republicano de Mijas (Málaga), también abordada en 1972 en Escondido (In Hiding: The Life of Manuel Cortés) del hispanista Roland Fraser. La investigación periodística de Manuel Leguineche y Jesús Torbado Los topos (1977) permitió conocer muchos casos de personas enterradas en vida; en Mambrú se fue a la guerra (F. Fernán-Gómez, 1986) se planteaba esta figura situada en tierra de nadie: ni huido ni resistente. Y ahora se plasma con excelente resultado y valor universal este horrible fenómeno a través de una ficción histórica que bien podía ser real hasta en sus mínimos detalles.

La tríada de directores guipuzcoanos Aitor Arregi, Jon Garaño y José Mari Goenaga están detrás, hasta ahora por parejas, de Loreak (2014) y Handia (2017), dos producciones en eusquera del cine vasco reciente, mayoritariamente aplaudidas por la crítica, que han contado con una notable difusión, a pesar de tratarse de obras relativamente pequeñas. Desde luego, Loreak es una de las películas más sólidas y originales del cine español en los últimos años. Crecen y amplían su horizonte con esta producción, ambientada y rodada en Andalucía, con fuerte acento local, con apoyo de la televisión y el gobierno vasco, la diputación guipuzcoana y las ayudas habituales del resto del cine español (RTVE, ICAA). Logran una película cuidada, equilibrada, redonda, que conmueve y transmite el dolor de las víctimas como pocas veces el cine consigue.

A mi juicio hay un notable acierto en la elección del tema porque se revela, de forma inmejorable, la crueldad de la dictadura de Franco, que criminalizó a los demócratas por el mero hecho de serlo y acusó cínicamente de “auxilio a la rebelión” a quienes se mantuvieron fieles a la legalidad de la República. Si se puede decir así, para la víctima peor que el fusilamiento sumario y que el largo exilio lleno penurias fue enterrarse en vida a lo largo de más de tres decenios en escondites practicados en sótanos o disimulados en desvanes de viviendas, o en cuevas y otros refugios. El escondite supone una tumba en vida, una resignación derrotista y deprimente provocada por el miedo insuperable de tener muy cerca —a veces en el portal de al lado— a quien puede delatarte y llevarte ante un pelotón de fusilamiento o, en el mejor de los casos, a una larga condena de años de cárcel. Ese miedo destruye interiormente al “topo” y le arrebata toda esperanza, convirtiéndolo en un despojo para sí mismo, un traidor para los compañeros y una carga para la familia; carece de la dignidad de los maquis que se echaron al monte y buscaron, aunque fuera inútilmente, moverle la poltrona a Franco, y de los vencidos que emprendieron otra vida en el exilio, para lo cual hubieron de luchar y mantener alto el ánimo. La trinchera infinita acierta en mostrar la condición del “topo” y hasta la incomprensión de la familia cuando, ya en los sesenta, las nuevas generaciones cuestionan el ocultamiento y hasta las causas, como le sucede a Higinio con su hijo.

Pero también puede tener actualidad esta producción vasca si hacemos memoria de las víctimas del terrorismo, si pensamos en secuestrados por ETA que han sido sometidos durante meses a la tortura del “zulo”. Al margen de la intención de los autores, no cabe duda de que se puede hacer esta lectura y señalar la coincidencia del nacionalismo fascista y el ultra vasco en el encierro deshumanizador, en una reclusión forzada que va minando la personalidad de personas inocentes, criminalizados arbitrariamente.

Cinematográficamente es un acierto la banda sonora, la fotografía y el conjunto del diseño visual, la caracterización, los diálogos e la interpretación de los actores; y, sobre todo, el riguroso punto de vista narrativo del personaje de Higinio que regula todo el relato y plasma visualmente el enclaustramiento. Es una apuesta profundamente coherente, pero también supone renuncias de la puesta en escena y una austeridad que el público masivo no tolera fácilmente. En ese espacio cerrado cobra gran fuerza el sonido que evoca un fuera de campo (el resto de la casa, la calle, el receptor de radio) tan necesario para situar al personaje y subrayar los límites de su encierro; cada ruido puede evocar todo un mundo exterior, una amenaza a la vida del protagonista o la esperanza de un niño que crece en la casa. Gracias a este punto de vista el espectador empatiza con el personaje y se transmite físicamente su situación psicológica; y gracias a ese tratamiento del espacio y sonido, termina la historia con uno de los mejores planos de clausura del relato que hemos visto en el cine en mucho tiempo.

Como no podía ser de otro modo con ese punto de vista, la historia se centra en la relación personal de Higinio y su esposa Rosa, quien resulta más heroica y firme en su rol que el propio “topo”; una relación que sufre mayor desgaste del habitual, pues el aislamiento supone para Higinio una progresiva deshominización, un embrutecimiento logrado por la invisible condena del franquismo, la “trinchera infinita” del título. Además de la evolución de este personaje, se van señalando los cambios en la sociedad exterior; y la propia obra —cuyo inicio es de thriller— lleva el ritmo de ese cambio en su escritura cinematográfica. Ni que decir tiene que una película tan madura, arriesgada y sutil sería impensable sin una excelsa pareja de actores en estado de gracia: a Antonio de la Torre ya lo conocemos por otros trabajos (aquí nos recuerda el de Canibal), a Belén Cuesta la aplaudimos en un papel dramático de primer orden.

José Luis Sánchez Noriega

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