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Lo que arde (O que arde, 2019)

Dirección: Oliver Laxe Guion: Santiago Fillol, Oliver Laxe Reparto: Amador Arias, Benedicta Sánchez Fotografía: Mauro Herce Duración: 89 ‘

La luz del sol se abre camino entre el espesor del bosque e ilumina con sus rayos el polvo que flota en el ambiente. Repentinamente, un árbol es arrancado de la piel de la tierra, como por obra de una fuerza extraterrestre. Otro árbol desaparece del plano. Otro. Fuera de plano, el responsable de semejante catástrofe continúa su cometido y solo vemos los efectos de su fuerza aniquiladora. Acto seguido, la cámara delata su identidad: es una máquina concebida y manipulada por el ser humano. Estamos ante una deforestación. El hombre muerde la mano que le alimenta. Otro árbol es abatido, otro y otro, hasta que la arrancadora es desafiada por un gran tronco de dimensiones mastodónticas que representa la majestuosidad de la naturaleza.

En esta secuencia inicial, Oliver Laxe desnuda su lado más romántico. Sin embargo, todos sabemos que las tendencias destructivas del ser humano no se detienen ante ningún obstáculo. Y aunque el parricidio es el desenlace probable de este enfrentamiento entre la madre naturaleza y su hijo predilecto, el director se resiste a descartar la posibilidad de una reconciliación. Al igual que Benedicta perdona a su hijo Amador, la tierra tampoco le guarda rencor por su condición de pirómano. Aún habiendo cumplido una merecida condena, la sociedad sigue señalando al hombre mientras transige con la barbarie legal consentida por el sistema y representada en el arranque del film.

Lo que arde no solo representa la comunión del ser humano con la naturaleza sino el amor incondicional de la madre al hijo y la posibilidad de una segunda oportunidad. Sin embargo, aquellos que siguen errando como comunidad niegan el arrepentimiento al individuo, tal y como se demuestra en los escasos momentos que Amador comparte planos con sus antiguos vecinos. Queda una huella del pasado, la incertidumbre de una posible repetición, la condena anticipada ante cualquier suceso de la misma índole. Oliver Laxe parece indicar que hace falta más que un ejercicio de voluntad para desprenderse de los prejuicios y de las sospechas anticipadas.

Como espectadores, somos transportados a un estado de empatía que difícilmente se alcanzaría en la vorágine del día a día. Laxe no juzga a su personaje ni se recrea en su pasado. Le retrata en perfecta sintonía con el que un día fue su hogar y en una lucha interna por amoldarse a su estatus de sospechoso habitual. Todo se desarrolla de un modo costumbrista, al ritmo de la vida rural y sin más distracciones que el cuidado del ganado y los terrenos cosechados, así como al de los tiempos muertos entre madre e hijo, plagados de verdad y autenticidad. Lo que arde invita a dejarse empapar por su atmósfera mientras que sus planos contemplativos te atrapan en un presente que desprende un aroma a pasado.

Y mientras tanto, el ser humano, queriendo o sin querer, mantiene esa difícil relación con la naturaleza, como aquella en la que el hijo, aún siendo consentido, se revuelve contra la madre y no comprende, hasta que es demasiado tarde, el daño que le ha infringido con sus estúpidos actos de rebeldía. Las fascinantes llamas que alumbran el último tercio de la película serán perdonadas, pero dejarán una huella imborrable.

Carlos Fernández Castro

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